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lunes, 18 de marzo de 2019

TESEO Y EL MINOTAURO


El Minotauro

El Minotauro era hijo del monstruoso Toro contra el que habían luchado primero Heracles, y después el propio Teseo, que finalmente lo ofreció en sacrificio a los dioses.

Su madre era la esposa de Minos, el rey de Creta, que por culpa de una maldición de Poseidón se había enamorado del toro. El Minotauro era un horrendo monstruo con cuerpo de hombre y cabeza de toro que solo se alimentaba de seres humanos.

El rey Minos, sin embargo, no lo quiso matar. El Minotauro era hijo de su esposa, y él se sentía responsable de su nacimiento. Si no hubiera enfurecido a Poseidón, negándole el sacrificio del toro, el Minotauro jamás habría nacido. Su pobre mujer, enloquecida por la maldición de los dioses, no tenía ninguna culpa.

Minos, entonces, le pidió al gran arquitecto Dédalo que construyera un laberinto con tal confusión de pasillos, habitaciones y escaleras que no llevaran a ninguna parte, que una vez encerrado adentro, nadie fuera capaz de encontrar la salida. Allí encerró al Minotauro y cada año le hacía llegar su ración de jóvenes tiernos y apetitosos. Pero, como no quería tener problemas con sus súbditos, en lugar de exigir que entraran al laberinto jóvenes cretenses, le había impuesto a Atenas como tributo que le entregara cada nueve años siete varones y siete doncellas para entregarlos a la voracidad del Minotauro.

Teseo, Minotauro y Ariadna

Dos veces Atenas había entregado el terrible tributo y la fecha se acercaba nuevamente. Hacía veintisiete años que el monstruo de Creta se alimentaba con carne de jóvenes atenienses. El pueblo comenzaba a murmurar contra el rey. Los hombres hubieran preferido morir luchando antes que entregar a sus hijos. ¿Y por qué el rey no destinaba su propio hijo al Minotauro?

—Iré a Creta —dijo entonces Teseo—. Y mataré al Minotauro.

Egeo trató por todos los medios posibles de disuadir a su único hijo. Pero Teseo sentía que esa era su obligación y su misión, y no se dejó convencer.
Como siempre, el barco que llevaba la triste carga de catorce jóvenes para alimento del horror partió con velas negras. Pero el padre de Teseo hizo cargar velas blancas, porque si su hijo lograba el triunfo, quería saberlo cuanto antes, sin esperar a que el barco tocara puerto.

En Creta, los jóvenes fueron recibidos con banquetes y festejos. Las víctimas del sacrificio debían ser honradas y era fácil hacerlo con alegría cuando no se trataba de parientes ni amigos. Teseo se destacaba entre los demás por su altura, su porte, su gentileza y su buen humor, que contrastaba con la actitud temerosa y afligida de los otros. Una de las hijas del rey Minos, la rubia princesa Ariadna, se enamoró perdidamente de él.

—No temas —le decía Teseo, viendo las lágrimas correr por la cara de Ariadna,
que lo visitaba en secreto—. Luché contra criminales más feroces que el Minotauro y los vencí.

Pero Ariadna sabía que el monstruo no era el único desafío que esperaba a Teseo. Aunque lograra matarlo, ¿cómo podría salir de ese palacio maldito, inventado para perder a sus ocupantes? Había una sola persona en Creta capaz de ayudarla: Dédalo, el constructor del laberinto.

Una noche, justo antes de la consumación del sacrificio, Ariadna puso en la mano de Teseo un ovillo de hilo. El joven la miró desconcertado.
—Lo atarás a la entrada del laberinto —dijo ella.

Y Teseo comprendió.

—Pero debes prometer que me llevarás contigo a Atenas —le rogó Ariadna—. Mi padre me matará si sabe que te ayudé a escapar.
Al día siguiente, los catorce jóvenes atenienses entraron al laberinto.

Empujados por las lanzas de los soldados, se vieron obligados a avanzar hasta perderse en los infinitos corredores. Pero no se separaron. Y Teseo iba adelante. Sin que nadie lo notara, iba soltando el hilo del ovillo que le había dado Ariadna.
Pronto escucharon una respiración estruendosa y poco después un mugido gigantesco, estremecedor, como el rugido de una fiera. El Minotauro apareció ante ellos, en todo su horror, hambriento y feroz. La lucha fue breve. El Minotauro arremetía con toda su fuerza animal, pero manejaba con torpeza su cuerpo de humano. Y Teseo luchaba con su enorme fuerza, pero también con su inteligencia. Cuando consiguió matar al Minotauro, los jóvenes atenienses lo rodearon, desconsolados.

—¿Y ahora? ¡Moriremos de hambre y sed, perdidos en el laberinto! ¿No hubiera sido mejor que nos matara el Minotauro? —se decían.
Pero Teseo no tuvo más que caminar directamente hacia la salida, guiándose por el hilo que Ariadna le había entregado. Así salieron al exterior. Era de noche. Ariadna los estaba esperando a la salida del laberinto y se abrazó a Teseo con pasión, con inmensa alegría.

Corrieron al puerto. Antes de abordar la nave que los sacaría de la isla, Teseo ordenó a sus compañeros que rompieran los maderos de las naves cretenses, para que no pudieran perseguirlos. Fue fácil, porque no estaban custodiadas: Creta creía haberse librado de todos sus enemigos.

  En el viaje de vuelta, el barco de Teseo hizo escala en una isla. Ariadna, agotada, se quedó dormida en la orilla. Cuando despertó, las velas negras se perdían a lo lejos, ya en mar abierto. Algunos dicen que fue por culpa de una tempestad que arrastró la nave a mar abierto, otros dicen que Teseo se vio obligado a abandonarla por orden de los dioses. En todo caso, la desesperación de Ariadna no duró mucho. Un bellísimo joven, transportado por un extraño carro cubierto de racimos de uva y hojas de parra, acompañado por ninfas y sátiros, salió a su encuentro. Era el dios Dioniso[15], que se había enamorado de la rubia Ariadna y quería proponerle casamiento.

Entretanto, Teseo se acercaba a la costa de Atenas. A causa del dolor y la confusión que le había provocado la pérdida de Ariadna, se había olvidado de cambiar las velas negras por blancas. Cuando su padre vio desde lejos que el barco volvía con velas negras, su pena no tuvo límites. Su único hijo había muerto. La vida ya no tenía sentido. Desde lo alto de un acantilado, se arrojó al mar, y murió en el acto. Desde entonces el mar Egeo lleva su nombre.


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