El Minotauro
El Minotauro era hijo del
monstruoso Toro contra el que habían luchado primero Heracles, y después el
propio Teseo, que finalmente lo ofreció en sacrificio a los dioses.
Su madre era la
esposa de Minos, el rey de Creta, que por culpa de una maldición de Poseidón se
había enamorado del toro. El Minotauro era un horrendo monstruo con cuerpo de
hombre y cabeza de toro que solo se alimentaba de seres humanos.
El rey Minos, sin
embargo, no lo quiso matar. El Minotauro era hijo de su esposa, y él se sentía
responsable de su nacimiento. Si no hubiera enfurecido a Poseidón, negándole el
sacrificio del toro, el Minotauro jamás habría nacido. Su pobre mujer,
enloquecida por la maldición de los dioses, no tenía ninguna culpa.
Minos, entonces,
le pidió al gran arquitecto Dédalo que construyera un laberinto con tal
confusión de pasillos, habitaciones y escaleras que no llevaran a ninguna
parte, que una vez encerrado adentro, nadie fuera capaz de encontrar la salida.
Allí encerró al Minotauro y cada año le hacía llegar su ración de jóvenes
tiernos y apetitosos. Pero, como no quería tener problemas con sus súbditos, en
lugar de exigir que entraran al laberinto jóvenes cretenses, le había impuesto
a Atenas como tributo que le entregara cada nueve años siete varones y siete
doncellas para entregarlos a la voracidad del Minotauro.
Teseo, Minotauro y Ariadna
Dos veces Atenas había
entregado el terrible tributo y la fecha se acercaba nuevamente. Hacía
veintisiete años que el monstruo de Creta se alimentaba con carne de jóvenes
atenienses. El pueblo comenzaba a murmurar contra el rey. Los hombres hubieran
preferido morir luchando antes que entregar a sus hijos. ¿Y por qué el rey no
destinaba su propio hijo al Minotauro?
—Iré a Creta —dijo entonces Teseo—. Y mataré al
Minotauro.
Egeo trató por
todos los medios posibles de disuadir a su único hijo. Pero Teseo sentía que
esa era su obligación y su misión, y no se dejó convencer.
Como siempre, el
barco que llevaba la triste carga de catorce jóvenes para alimento del horror
partió con velas negras. Pero el padre de Teseo hizo cargar velas blancas,
porque si su hijo lograba el triunfo, quería saberlo cuanto antes, sin esperar
a que el barco tocara puerto.
En Creta, los
jóvenes fueron recibidos con banquetes y festejos. Las víctimas del sacrificio
debían ser honradas y era fácil hacerlo con alegría cuando no se trataba de
parientes ni amigos. Teseo se destacaba entre los demás por su altura, su
porte, su gentileza y su buen humor, que contrastaba con la actitud temerosa y
afligida de los otros. Una de las hijas del rey Minos, la rubia princesa
Ariadna, se enamoró perdidamente de él.
—No temas —le decía Teseo, viendo las lágrimas
correr por la cara de Ariadna,
que lo visitaba en secreto—.
Luché contra criminales más feroces que el Minotauro y los vencí.
Pero Ariadna
sabía que el monstruo no era el único desafío que esperaba a Teseo. Aunque
lograra matarlo, ¿cómo podría salir de ese palacio maldito, inventado para
perder a sus ocupantes? Había una sola persona en Creta capaz de ayudarla:
Dédalo, el constructor del laberinto.
Una noche, justo
antes de la consumación del sacrificio, Ariadna puso en la mano de Teseo un
ovillo de hilo. El joven la miró desconcertado.
—Lo atarás a la entrada del laberinto —dijo
ella.
Y Teseo comprendió.
—Pero debes
prometer que me llevarás contigo a Atenas —le rogó Ariadna—. Mi padre me matará
si sabe que te ayudé a escapar.
Al día siguiente, los catorce jóvenes atenienses
entraron al laberinto.
Empujados por las
lanzas de los soldados, se vieron obligados a avanzar hasta perderse en los
infinitos corredores. Pero no se separaron. Y Teseo iba adelante. Sin que nadie
lo notara, iba soltando el hilo del ovillo que le había dado Ariadna.
Pronto escucharon
una respiración estruendosa y poco después un mugido gigantesco, estremecedor,
como el rugido de una fiera. El Minotauro apareció ante ellos, en todo su
horror, hambriento y feroz. La lucha fue breve. El Minotauro arremetía con toda
su fuerza animal, pero manejaba con torpeza su cuerpo de humano. Y Teseo
luchaba con su enorme fuerza, pero también con su inteligencia. Cuando
consiguió matar al Minotauro, los jóvenes atenienses lo rodearon,
desconsolados.
—¿Y ahora? ¡Moriremos
de hambre y sed, perdidos en el laberinto! ¿No hubiera sido mejor que nos
matara el Minotauro? —se decían.
Pero Teseo no
tuvo más que caminar directamente hacia la salida, guiándose por el hilo que
Ariadna le había entregado. Así salieron al exterior. Era de noche. Ariadna los
estaba esperando a la salida del laberinto y se abrazó a Teseo con pasión, con
inmensa alegría.
Corrieron al
puerto. Antes de abordar la nave que los sacaría de la isla, Teseo ordenó a sus
compañeros que rompieran los maderos de las naves cretenses, para que no
pudieran perseguirlos. Fue fácil, porque no estaban custodiadas: Creta creía
haberse librado de todos sus enemigos.
Entretanto, Teseo
se acercaba a la costa de Atenas. A causa del dolor y la confusión que le había
provocado la pérdida de Ariadna, se había olvidado de cambiar las velas negras
por blancas. Cuando su padre vio desde lejos que el barco volvía con velas
negras, su pena no tuvo límites. Su único hijo había muerto. La vida ya no
tenía sentido. Desde lo alto de un acantilado, se arrojó al mar, y murió en el
acto. Desde entonces el mar Egeo lleva su nombre.
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