Ícaro y Dédalo, los fugitivos del laberinto
Dédalo era un
gran arquitecto y también inventor. Era capaz de diseñar toda clase de
artefactos mecánicos y podía imaginar, proyectar y dirigir la construcción de
cualquier edificio que se le encomendara, siempre con imaginación y sentido de
belleza.
Por eso cuando el
rey Minos decidió construir un palacio maldito que sirviera para encerrar y
contener al príncipe Minotauro, el monstruo con cuerpo de hombre y cabeza de
toro que había parido su esposa, no dudó en consultar a Dédalo.
Y Dédalo creó el
laberinto: un inmenso palacio sin techo, donde no entraban cortesanos ni
servidores. Solo el Minotauro vivía allí, siempre solo, con sus mugidos de
fiera, perdido en los infinitos corredores, pasillos, salas, jardines y
escaleras que no llevaban a ningún lado. Su propio constructor, el gran Dédalo,
jamás hubiera podido encontrar la salida sin tener un plano. Y sin embargo…
Cuando Teseo
logró salir del laberinto, el rey Minos no dudó: Dédalo tenía que haberlo
ayudado. Y sin escuchar su defensa, lo hizo encerrar en su propia trampa, junto
con Ícaro, su joven hijo. El Minotauro ya no estaba allí, pero Ícaro y Dédalo
estaban condenados a morir de hambre y sed sin poder escapar del palacio
maldito. El rey Minos, sospechando la trampa de Teseo, se había asegurado de
que no llevaran nada parecido a un plano ni a un ovillo de cordel.
Encerrado en el
laberinto, Dédalo comenzó inmediatamente a pensar en la forma de escapar. Sabía
que no tenían mucho tiempo. Viendo la gran cantidad de plumas de pájaro que se
habían acumulado en el suelo del palacio sin techo, tuvo una gran idea. Con
ramas que tomó de los jardines y un poco de cera que encontró en un panal de
abejas, construyó para él y su hijo dos pares de enormes alas. Ya que no podían
salir por donde habían entrado (aunque encontraran el camino, los soldados de
Minos estarían esperándolos a la salida), huirían por arriba, hacia el Cielo.
—Ícaro, hijo, no
debes volar muy bajo. Si las olas del mar te llegan a salpicar las plumas de
las alas, se volverán más pesadas y ya no podrán sostenerte. Tampoco debes
volar muy alto. El Sol podría derretir la cera y se despegarían las plumas.
—Sí, papá —dijo Ícaro.
Pero era
demasiado joven. Apenas un adolescente que se sintió el rey de los cielos
cuando agitó las alas y se encontró de pronto volando en el aire, como un
pájaro, como una paloma, ¡como un
águila! Voló detrás de su padre, pero cada vez más y más alto, hasta acercarse
tanto al Sol que la cera se derritió y las plumas comenzaron a caerse de las
alas.
Ícaro cayó al
mar. Su padre Dédalo, desesperado, revoloteó un tiempo sobre el lugar donde su
hijo había desaparecido, pero nada pudo hacer para ayudarlo. Cargando con su
enorme dolor, Dédalo llegó sano y salvo a una ciudad donde siguió trabajando
como arquitecto hasta su vejez.
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