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lunes, 18 de marzo de 2019

MITO DE ICARO


Ícaro y Dédalo, los fugitivos del laberinto

 CUANDO Teseo, después de matar al Minotauro, consiguió salir del laberinto y escapó de Creta llevándose a su hija Ariadna, el rey Minos se enfureció más allá de lo imaginable. Él sabía perfectamente que Teseo no podría haber encontrado la salida del palacio maldito sin la ayuda del único hombre en Creta que tenía la solución: Dédalo, el constructor del laberinto.

Dédalo era un gran arquitecto y también inventor. Era capaz de diseñar toda clase de artefactos mecánicos y podía imaginar, proyectar y dirigir la construcción de cualquier edificio que se le encomendara, siempre con imaginación y sentido de belleza.

Por eso cuando el rey Minos decidió construir un palacio maldito que sirviera para encerrar y contener al príncipe Minotauro, el monstruo con cuerpo de hombre y cabeza de toro que había parido su esposa, no dudó en consultar a Dédalo.

Y Dédalo creó el laberinto: un inmenso palacio sin techo, donde no entraban cortesanos ni servidores. Solo el Minotauro vivía allí, siempre solo, con sus mugidos de fiera, perdido en los infinitos corredores, pasillos, salas, jardines y escaleras que no llevaban a ningún lado. Su propio constructor, el gran Dédalo, jamás hubiera podido encontrar la salida sin tener un plano. Y sin embargo…

Cuando Teseo logró salir del laberinto, el rey Minos no dudó: Dédalo tenía que haberlo ayudado. Y sin escuchar su defensa, lo hizo encerrar en su propia trampa, junto con Ícaro, su joven hijo. El Minotauro ya no estaba allí, pero Ícaro y Dédalo estaban condenados a morir de hambre y sed sin poder escapar del palacio maldito. El rey Minos, sospechando la trampa de Teseo, se había asegurado de que no llevaran nada parecido a un plano ni a un ovillo de cordel.

Encerrado en el laberinto, Dédalo comenzó inmediatamente a pensar en la forma de escapar. Sabía que no tenían mucho tiempo. Viendo la gran cantidad de plumas de pájaro que se habían acumulado en el suelo del palacio sin techo, tuvo una gran idea. Con ramas que tomó de los jardines y un poco de cera que encontró en un panal de abejas, construyó para él y su hijo dos pares de enormes alas. Ya que no podían salir por donde habían entrado (aunque encontraran el camino, los soldados de Minos estarían esperándolos a la salida), huirían por arriba, hacia el Cielo.
—Ícaro, hijo, no debes volar muy bajo. Si las olas del mar te llegan a salpicar las plumas de las alas, se volverán más pesadas y ya no podrán sostenerte. Tampoco debes volar muy alto. El Sol podría derretir la cera y se despegarían las plumas.
—Sí, papá —dijo Ícaro.

Pero era demasiado joven. Apenas un adolescente que se sintió el rey de los cielos cuando agitó las alas y se encontró de pronto volando en el aire, como un pájaro, como una paloma, ¡como un águila! Voló detrás de su padre, pero cada vez más y más alto, hasta acercarse tanto al Sol que la cera se derritió y las plumas comenzaron a caerse de las alas.

Ícaro cayó al mar. Su padre Dédalo, desesperado, revoloteó un tiempo sobre el lugar donde su hijo había desaparecido, pero nada pudo hacer para ayudarlo. Cargando con su enorme dolor, Dédalo llegó sano y salvo a una ciudad donde siguió trabajando como arquitecto hasta su vejez.

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