Una guerra de diez años
—¡No quiero que Eris venga a
mi boda! —dijo la bella Tetis—. Es la diosa de la discordia, solo nos traerá
problemas.
Peleo, su futuro
marido, aceptó sin discutir. Era un gran rey, pero también era un simple mortal,
muy orgulloso de que una ninfa del mar hubiera aceptado casarse con él.
Pero no invitar a Eris era tan peligroso como
invitarla. Y quizá más.
Estaban en pleno
banquete de bodas, al que habían sido invitados todos los dioses del Olimpo,
cuando llegó el regalo de la Discordia. Una hermosísima manzana de oro del
Jardín de las Hespérides rodó sobre la mesa como si la hubiera arrojado una
mano invisible. Tenía una inscripción en grandes letras:
PARA LA MÁS HERMOSA
¿Y quién era la
más hermosa? Estando presentes Atenea, Hera y Afrodita, la novia no se atrevió
a reclamar el regalo. Las diosas se echaron miradas de fuego.
—¡Que lo decida mi padre Zeus! —dijo Atenea.
Pero el mismísimo
Zeus temía la cólera de las diosas. La decisión no era fácil para él, que era
el suegro de Afrodita, el padre de Atenea y estaba casado con Hera. ¿Quién
podría ser un buen juez en tan delicada cuestión? Entonces Zeus pensó en uno de
los hijos de Príamo, el rey de Troya. El joven Paris era inteligente, apuesto,
y no parecía corrompido por las riquezas y el poder. Era famoso y muy
consultado por sus sensatas decisiones. Sería un juez justo.
Y tan justo era
Paris que cuando Hermes, el mensajero de los dioses, bajó a comunicarle la
decisión de Zeus, su primera elección fue la mejor y la que se debió haber
tomado: que se dividiera la manzana en tres partes. Pero las diosas no
aceptaron la división y le exigieron que eligiera entre las tres.
En el monte Ida
se realizó el juicio. Cada una de las diosas, por separado, se entrevistó con
Paris. Cada una descubrió para él todas sus belle zas. Y cada una le ofreció un
soborno irresistible.
—Tendrás todo el
poder —le dijo Hera—. Si me eliges a mí, te haré el emperador del Asia.
—Tendrás
sabiduría —le dijo Atenea—. Si me eliges a mí, serás el más sabio y el mejor en
la guerra.
—Mira este espejo
mágico —le dijo Afrodita, la diosa del amor. Y Paris vio por primera vez a
Helena y supo por qué la llamaban la mujer más hermosa del mundo. Afrodita le
prometió, simplemente, el amor de Helena. Fue suficiente.
Hera y Atenea,
despechadas, se fueron tramando venganza contra Paris, contra Troya y contra
todos los malditos troyanos. Y quizás no fuera tan difícil cumplir sus
propósitos. Porque Helena no solo era hija de Zeus y hermana de los Dióscuros,
Cástor y Pólux. No solo era la mujer más hermosa y más deseada del mundo.
También era una mujer casada: la esposa de Menelao, el rey de Esparta.
La terrible, la destructora Guerra de Troya
estaba a punto de comenzar.
El rapto de Helena
La belleza de Helena ya había
sido causa de muchas desventuras. Todavía era una niña cuando fue raptada por
Teseo, y sus hermanos Cástor y Pólux tuvieron que rescatarla. Unos años
después, todos los reyes y príncipes de Grecia querían casarse con ella. La
familia de Helena temía que la elección desatara una guerra entre los
pretendientes. Hasta que Odiseo, el más inteligente y astuto, les propuso una
gran idea:
—Todos los
pretendientes debemos jurar que defenderemos al marido que Helena elija contra
cualquiera que pretenda atacarlo.
Así se hizo, y
solo entonces Helena se atrevió a informar sobre su decisión: quería casarse con
el bravo Menelao, el rey de Esparta.
A cambio de su
buen consejo, a Odiseo se le concedió la mano de una prima de Helena: la leal y
bondadosa Penélope.
Helena y Menelao
tuvieron una hija. Parecía un matrimonio feliz. Un día, poco después del Juicio
de Paris, Menelao decidió visitar Troya, con la intención de mejorar las
relaciones comerciales con su país. Paris, el hijo de Príamo, el rey de Troya,
lo recibió con tantas muestras de amistad que Menelao lo invitó, a su vez, a
conocer Esparta. El buen Menelao, amable y confiado, no se imaginaba que Paris
solo pensaba en conseguir el amor de su esposa Helena.
El encuentro
entre Paris y Helena provocó en los dos una loca pasión que apenas pudieron
disimular. Allí estaba Afrodita, la diosa del amor, para avivar las llamas.
Unos días después, Menelao recibió la noticia de que su padre había muerto en
la isla de Creta. Debía asistir al funeral. Con mucho dolor, se despidió por
unos días de su invitado y su esposa, que quedaba a cargo del gobierno de
Esparta.
Esa misma noche
Helena hizo cargar en la más rápida de las naves los tesoros del palacio, que
había heredado de su padrastro. Entretanto, con ayuda de sus hombres, Paris
robó el oro del templo de Apolo. A toda vela, zarparon hacia Troya.
Los troyanos
recibieron con enorme alegría a Paris y Helena, cargados de riquezas. Estaban
muy orgullosos de la hazaña de su príncipe. Con ayuda de Afrodita, hasta el rey
Príamo perdió la cabeza por la belleza de Helena. ¡Que ni se hablara de
devolvérsela a los griegos!
La diosa Hera, que odiaba a
Paris, avisó inmediatamente a Menelao. Furioso, el marido engañado decidió
preparar una expedición para castigar a Paris y a toda Troya por el rapto de su
mujer.
En primer lugar,
le pidió ayuda a su hermano Agamenón, que estaba casado con Clitemnestra, una
hermana de Helena. Al principio, Agamenón lo intentó por las buenas, pero el
rey Príamo le devolvió a sus mensajeros con las manos vacías.
—Si Helena se
llevó con ella su tesoro —les dijo—, es prueba de que eligió a mi hijo Paris
por su propia voluntad.
Entonces
Agamenón, invocando el juramento que habían hecho todos los pretendientes
(defender al marido de Helena), los convocó a la guerra contra Troya.
Además de su juramento,
los reyes griegos tenían buenas razones para la guerra. Troya y sus ciudades
aliadas dominaban el estrecho que daba entrada al Mar Negro y cobraba altos
impuestos por dejar pasar hacia Grecia todos los productos que venían de
Oriente: especias, perfumes, piedras preciosas y muchos otros.
Agamenón y su
amigo Palamedes fueron a buscar a Odiseo, rey de Ítaca. Sabían que necesitarían
su inteligencia en la guerra. Pero Odiseo no quería participar en la expedición
contra Troya. El oráculo había dicho que, si partía, tardaría veinte años en
volver a su casa.
Cuando Agamenón y
Palamedes llegaron a Ítaca, se encontraron a Odiseo arando la playa y sembrando
sal en la arena. Si trataban de hablarle, respondía con risotadas y frases
inconexas. ¿Estaba loco?
Palamedes también
era muy inteligente. El hijito de Odiseo y Penélope era un bebé. Palamedes lo
arrancó de los brazos de su madre y lo puso en el suelo, por donde tenía que
pasar la cuchilla del arado. Odiseo soltó inmediatamente el arado y corrió a
levantar a su hijo. Demostró así que tan loco no estaba y no le quedó más
remedio que recibir a los visitantes, conversar con ellos y acordar su
participación en esa guerra que no era la suya.
—El joven Aquiles debe luchar con nosotros —dijo
Odiseo.
—Lo necesitamos —acordó
Agamenón—. Pero no será fácil encontrarlo. Su madre Tetis no quiere que vaya a
la guerra.
Aquiles era hijo
de Peleo y Tetis, en cuya famosa boda había comenzado el disgusto entre las
diosas que ahora llevaba a la guerra entre los hombres: Eris, la diosa de la
discordia, se había salido con la suya.
Cuando Aquiles
nació, la ninfa Tetis lo llevo al río Estigia y, sosteniéndolo del talón, lo
sumergió entero en las aguas sagradas. A partir de ese momento, Aquiles fue
invulnerable… excepto su famoso talón derecho, que no alcanzó a mojarse y era
el único punto débil de su cuerpo. Por ser hijo de una inmortal, Aquiles creció
rápidamente y en poco tiempo se había convertido en un joven guerrero dispuesto
a la lucha.
Pero su madre insistía en protegerlo. Los
adivinos habían dicho que no volvería
vivo de la guerra contra
Troya. Tetis lo escondió, entonces, en la corte del rey de Esciros, disfrazado
de jovencita.
Odiseo había
escuchado el rumor y viajó a Esciros con un cofre de regalos para las
princesas. Todas las muchachitas corrieron a ver de qué se trataba. De pronto,
a un gesto de Odiseo, el trompeta tocó la alarma: ¡llegaban enemigos! Todas las
muchachitas huyeron excepto una, que sacó del cofre un escudo, se lo calzó
sobre la túnica de lino y, tomando una espada, se lanzó hacia la puerta.
A Odiseo no le
costó mucho convencer a Aquiles de que participara en la expedición contra
Troya.
El sacrificio de Ifigenia
Jamás en la historia de la
humanidad se había visto una flota como la que los griegos reunieron contra
Troya. Había más de mil naves, llegadas de todos los rincones del Peloponeso.
Agamenón, el cuñado de Helena, comandaba la expedición.
Pero era inútil
que los barcos trataran de avanzar hacia Troya. La diosa Afrodita, para
proteger a Paris, había enviado tormentas, vientos contrarios, y toda clase de
dificultades. Y de pronto se enfrentaron a una calma total. Las velas caían
lánguidas sobre los mástiles. Los soldados murmuraban, los reyes dudaban de
seguir adelante.
—Artemisa, la
diosa de la caza, está ofendida —dijo Calcas, el adivino, sin estar muy seguro—.
Agamenón se jactó de tener más puntería que ella. Para apaciguarla, el rey debe
sacrificar a su hija Ifigenia.
Agamenón no
quería que su hija fuera sacrificada y trató de impedirlo, pero fracasó. Los
jefes griegos amenazaban con reemplazarlo. Finalmente enviaron un mensajero en
busca de Ifigenia, engañando a ella y a su madre con la noticia de que la
casarían con Aquiles.
Cuando Ifigenia
supo la verdad, no aceptó que Aquiles saliera en su defensa. Ella misma se
ofreció al sacrificio para asegurar la victoria de los griegos. Pero en el
momento en que el puñal de Calcas estaba a punto de clavarse en su cuerpo, la
diosa Artemisa la rescató en un destello de fuego y la puso a salvo en una
lejana región, donde se convirtió en una de sus sacerdotisas.
Con vientos favorables, los aqueos partieron
hacia Troya.
El sitio de Troya
Los griegos habían llegado
por fin a una isla desde la que avistaban la ciudad de Troya. Pero nada sería
fácil en esta guerra, trágica para todos los contendientes. Las desdichas
volvieron a comenzar cuando una serpiente mordió en el pie al rey Filoctetes.
Su presencia era importantísima en la guerra, porque Filoctetes había sido el mejor
amigo de Heracles, y había heredado su arco y las famosas flechas embebidas en
la sangre de la Hidra de Lerna. A causa de la picadura, su pie se hinchó y
comenzó a oler de una manera espantosa. Un dolor terrible lo hacía lanzar
alaridos.
El mal olor y los gritos
desmoralizaban a las tropas. Agamenón tuvo que tomar la dura decisión de dejar
a Filoctetes abandonado en la isla de Lemnos, donde sobrevivió alimentándose de
los animales que cazaba, sin que su herida curara.
Había pasado un
año cuando las naves aqueas consiguieron llegar a Troya. Los troyanos
intentaron por todos los medios impedir el desembarco y, como no lo lograron,
se aprestaron para la batalla. Fue una lucha feroz y sanguinaria. Cicno, un
hijo del dios Poseidón, tan invulnerable a las armas como Aquiles, dirigía a
los troyanos. Las flechas, las espadas y las lanzas rebotaban contra su piel.
Entonces Aquiles lo golpeó en la cara con la empuñadura de su espada hasta
arrojarlo contra una roca, se arrodilló sobre su pecho y lo estranguló con la
correa de su casco.
Los troyanos
comenzaron a perder la batalla y tuvieron que huir a refugiarse en la ciudad.
Entonces los griegos aprovecharon para hundir todos los barcos de la flota
enemiga, que había quedado sin custodia. Después arrastraron sus propias naves
sobre la playa y construyeron una empalizada de troncos alrededor.
Eran muchos, eran
fuertes, eran valientes, estaban bien armados: creyeron que tomar Troya sería
cuestión de un par de días. Tres veces atacaron la ciudad y tres veces tuvieron
que retirarse con grandes pérdidas. No habían contado con las excelentes
defensas y la fortificación de Troya, más la determinación de sus guerreros.
—Tendremos que
sitiar la ciudad —decidió Agamenón—. ¡Troya se rendirá por hambre!
Pero ¿cómo
establecer un sitio realmente eficaz? Por mar era fácil. Por tierra era casi
imposible. Los aqueos necesitaban muchos hombres para custodiar las naves: si
los troyanos llegaban a destruirlas, estaban perdidos.
Con los hombres
que quedaban no alcanzaba para rodear la ciudad. Establecieron algunos
campamentos armados alrededor de Troya, pero todas las noches los troyanos
conseguían hacer entrar provisiones.
—El sitio de Troya durará nueve años —había
predicho Calcas, el adivino.
Y nadie le había
creído hasta que el tiempo empezó a pasar sin que ninguno de los dos bandos
lograra triunfar sobre el otro. De tanto en tanto, el ejército troyano se
lanzaba sobre los griegos tratando de expulsarlos, o los griegos volvían a
intentar la toma de la ciudad. En esas terribles batallas, en las que
intervenían también los dioses, morían muchos hombres sin que se decidiera el
final de la guerra. Entre los aqueos, el enorme Ayax, primo de Aquiles, se
distinguía por su valor. Entre los troyanos, pocos luchaban como Héctor, el
hermano de Paris.
Por consejo de
Odiseo, los griegos decidieron enviar naves al mando de Aquiles para atacar y
saquear todas las islas y las ciudades de la costa que favorecían a Troya. Así
obtendrían provisiones y botín, pero además dejarían al rey Príamo y a sus
hijos sin aliados.
Entretanto, los
sitiadores extrañaban sus casas, sus esposas, sus hijos y se aburrían
interminablemente. No fue extraño que se volviera tan popular y querido
Palamedes cuando inventó un juego con
trocitos de huesos bien pulidos en forma de cubos, que tenían grabados números
en sus caras. ¡Eran los primeros dados!
En una
oportunidad, Paris y Menelao pidieron una tregua para batirse en un duelo
personal, a muerte, por el amor de Helena. Y allí podría haber terminado, de la
manera más justa, la Guerra de Troya, si no fuera por la intervención de los
dioses. Cuando Menelao estaba a punto de matar a Paris, la diosa Afrodita lo
protegió, haciéndolo invisible. Atenea, a su vez, disfrazada de troyano,
provocó la ruptura de la tregua y los ejércitos se enfrentaron una vez más.
Solo el gran Zeus
hubiera podido impedir que la guerra siguiera su curso, pero no quería
intervenir para no irritar a las diosas. Cuando su ánimo se inclinaba por
defender a Troya, su esposa Hera lo persuadía de volver a la imparcialidad.
El noveno año de la guerra
Aquiles junto a su
inseparable amigo Patroclo y al frente de sus hombres, los mirmidones, día tras
día llevaba las naves aqueas a la lucha y volvía cargado de botín. Pero
Agamenón, como jefe de las fuerzas griegas, había decidido un sistema de
reparto que a Aquiles le parecía muy injusto. ¿Por qué tenían que quedarse con
lo mejor todos esos reyes que se quedaban a resguardo en el sitio de Troya,
mientras él luchaba sin descanso?
Casi nueve años
llevaba ya esta historia de muertes y desgracias cuando un grave conflicto
estalló entre los aqueos.
En el reparto del
botín, la hija de un sacerdote de Apolo había sido entregaba como esclava a
Agamenón. Su padre ofreció rescate, pero Agamenón se negó a devolverla.
Entonces el dios Apolo, muy enojado, se dedicó a lanzar contra los griegos sus
flechas, que llevaban la peste. Los guerreros griegos enfermaban y morían sin
la oportunidad de luchar.
—¿Quién me
protegerá si digo cómo acabar con la peste? —preguntó Calcas, el adivino.
—Yo lo haré —aseguró Aquiles.
Pero cuando
Calcas informó que había que devolver a la hija del sacerdote de Apolo,
Agamenón se enojó muchísimo y culpó a Aquiles.
—Si yo tengo que
entregar a mi esclava preferida, Aquiles tiene que hacer lo mismo —se empeñó
Agamenón. Y esa noche mandó a dos hombres a secuestrar a la esclava de Aquiles
de su tienda.
Los dos grandes
jefes, que siempre se habían odiado, estaban a punto de enfrentarse por las
armas, haciendo combatir a los griegos entre sí. La propia diosa Atenea tuvo
que intervenir para calmar la disputa. Hasta en el Olimpo hubo malestar y
discusiones entre los dioses.
Aquiles estaba
tan enojado que decidió apartarse de la lucha. Se encerró en su tienda y dejó
que los aqueos se enfrentaran con los troyanos sin su ayuda. Obedeciendo
órdenes de su jefe, tampoco sus hombres, los mirmidones, intervenían
ya en la guerra. Los troyanos
comenzaron a sacar ventaja. Héctor y Paris obtenían todos los días grandes
triunfos para sus tropas y comenzaban a soñar con librarse de los aqueos
empujándolos al mar.
Después de varios
días de combate, los troyanos habían logrado avanzar hasta la empalizada que
protegía los barcos griegos. Los griegos morían a centenares mientras trataban
de impedir que sus enemigos se acercaran a las naves para quemarlas con
antorchas encendidas.
Entonces
Patroclo, el gran amigo de Aquiles, decidió que había llegado el momento de
intervenir en el combate.
—Si no quieres
dar el brazo a torcer —le dijo a Aquiles—, al menos préstame tu armadura. Los
mirmidones me seguirán, los griegos se animarán al confundirme con el gran
Aquiles, y los troyanos temblarán de miedo.
Y así fue.
Creyendo que Aquiles había vuelto a la lucha, sus hombres lo siguieron y
consiguieron rechazar a los troyanos, y de ese modo los alejaron de las naves
aqueas.
Entonces Héctor,
el más grande de los guerreros troyanos, desafió al supuesto Aquiles a un duelo
personal. El dios Apolo, que seguía muy enojado con los griegos, intervino a
favor de Héctor. Su lanza atravesó a Patroclo.
El dolor de
Aquiles ante la muerte de su amigo no tuvo límites. Durante toda una noche se
escuchó el llanto del héroe en el campamento.
Agamenón había
aprendido la lección: sin Aquiles no tenían posibilidades contra los troyanos.
Llegaron a un acuerdo y Aquiles fue nombrado en forma provisoria comandante en
jefe de las fuerzas aqueas.
Al día siguiente,
los dos ejércitos se enfrentaron en el campo de batalla con una inesperada
novedad: Zeus había decidido que todos los dioses podían tomar parte en la
batalla y luchar entre ellos o contra los hombres si así lo deseaban. Diez
dioses se enfrentaron entre sí, apoyando a aqueos o troyanos.
Aquiles buscaba a
Héctor para vengar la muerte de su amigo Patroclo. El enfrentamiento se produjo
junto a las murallas de Troya. Con ayuda de Atenea, el héroe griego consiguió
matar al valiente jefe del ejército troyano y, enganchándolo a su carro de
guerra, dio cuatro vueltas a la ciudad arrastrando el cadáver.
Los griegos
habían ganado esa batalla, pero los troyanos ganaban otras. La guerra parecía
eterna.
La muerte de los héroes
Nuevos aliados llegaban ahora
de toda Asia Menor para ayudar al rey Príamo contra los griegos.
En uno de los
combates, Paris, ansioso por vengar la muerte de su hermano, lanzó sus flechas
contra Aquiles. El propio dios Apolo intervino entonces, y dirigió una de las
flechas directamente hacia el talón derecho, el único punto vulnerable del gran
guerrero. Aquiles cayó muerto.
Tanto
Ayax como Odiseo pidieron entonces la armadura de Aquiles, que había sido
fabricada por el mismísimo dios Hefesto. Tetis, la ninfa marina madre de
Aquiles, le dijo a Agamenón que debía elegir al más valiente. Agamenón le
entregó la armadura a Odiseo.
Ciego de rabia,
Ayax juró vengarse. Pero Atenea lo volvió loco. Creyendo luchar contra sus
enemigos en el consejo real, Ayax atacó los rebaños que él mismo había logrado
capturar en sus ataques a granjas troyanas.
—¡Muere, maldito
Agamenón! ¡Muere, tramposo Odiseo! —gritaba Ayax, matando ovejas, cabras y
corderos.
Cuando volvió en
sí y descubrió lo que había hecho, se llenó de vergüenza y solo pensó en
quitarse la vida. Se mató lanzándose sobre su propia espada.
Calcas, el
adivino, predijo finalmente al Consejo Real que solo podrían tomar Troya con el
arco y las flechas de Heracles. Solo entonces los griegos recordaron a
Filoctetes, que había sido abandonado con su herida dolorosa y maloliente en la
isla de Lemnos. Allí lo encontraron, milagrosamente vivo. Con la promesa de
curarlo, consiguieron llevarlo a las puertas de Troya. En efecto, el gran
médico Asclepio consiguió sanar su inmunda herida.
Entonces
Filoctetes desafió a Paris a un duelo con arco y flecha. Gravemente herido por
las flechas envenenadas, Paris consiguió escapar y entrar en Troya, donde murió
en brazos de Helena.
Sin Paris, Helena
ya no quería permanecer en Troya, pero el rey Príamo no aceptaba de ningún modo
devolverla a Menelao. Sus hijos se peleaban entre sí por su amor. Helena trató
de escapar, pero fue capturada por los centinelas. Deifobo, uno de los hermanos
de Paris, decidió casarse con ella por la fuerza.
El caballo de madera
La guerra parecía estancada.
Los aqueos estaban hartos del sitio, de vivir en un campamento, de luchar y
luchar sin conseguir nada. Todos deseaban volver a su querida Grecia, a sus
casas, a sus familias.
Fue entonces
cuando el ingenioso Odiseo propuso la famosa trampa que cambiaría la historia y
quedaría para siempre en la memoria de los hombres: el caballo de madera. La
propia Atenea le inspiró la idea. Era increíblemente simple y el Consejo la
aprobó de inmediato.
Al mejor
carpintero de todo el ejército griego se le ordenó construir un enorme caballo
hueco, hecho de tablas de abeto. Tenía una escotilla oculta en el flanco
derecho y del otro lado había una frase en grandes letras que decía:
DESPUÉS DE NUEVE
AÑOS DE AUSENCIA, ROGANDO POR UN REGRESO SEGURO A LA PATRIA, LOS GRIEGOS
OFRENDAN ESTE CABALLO A LA DIOSA ATENEA.
Veintidós
hombres armados, al mando de Odiseo y Menelao, el marido de Helena, entraron al
caballo con una escala de cuerdas. Se jugaban la vida.
El resto del
ejército fingió una retirada total. Incendiaron el campamento, echaron todas
las naves al mar y remaron alejándose de la costa. Pero se quedaron escondidos
en el primer lugar desde donde los troyanos no alcanzaban a verlos, esperando
la señal que los haría volver.
Por la mañana, los
exploradores troyanos llevaron la increíble noticia: ¡los griegos habían
levantado el sitio! El caballo de madera era lo único que quedaba intacto en el
campamento destruido.
El rey Príamo y
sus hijos decidieron entrar el caballo a la ciudad. ¡Era el símbolo de su
triunfo sobre los aqueos! Trajeron una armazón con ruedas para trasladarlo y no
fue fácil. Entre otras cosas, era demasiado grande para las puertas de la
ciudad. Había sido construido así con toda intención: para despistar a los
troyanos y para que tuvieran que romper la muralla si querían meterlo en la
ciudad. Con tremendo esfuerzo, los troyanos lograron hacer entrar al caballo.
Casandra, la hija
de Príamo, tenía el don de la adivinación. Pero, porque había rechazado al dios
Apolo, llevaba sobre ella una terrible maldición: sus profecías nunca serían
escuchadas.
—¡Ese caballo
está repleto de hombres armados! —gritó Casandra. Y como siempre, se rieron de
ella.
Después de casi
diez años, la guerra había terminado. El pueblo de Troya no podía creer en
tanta alegría. Durante todo el día y buena parte de la noche, la ciudad entera
festejó alrededor del caballo abandonado por el enemigo. Los soldados, las
madres, los príncipes, los mendigos, las doncellas, los artesanos, todos
cantaron y bailaron y bebieron y festejaron durante horas hasta caer rendidos
en el sueño más profundo. Solo Helena permanecía despierta, atenta a todo,
escuchando el silencio. Odiaba a su nuevo marido Deifobo, el hermano de Paris,
que la había tomado por la fuerza.
Era medianoche
cuando los guerreros salieron del caballo. Un grupo de hombres fue a abrir las
puertas de Troya para que entrara Agamenón con todo el ejército. Otros mataron
a los centinelas borrachos.
Y los griegos tomaron la ciudad de Troya.
La masacre fue atroz. Muchos
troyanos fueron asesinados mientras dormían. Menelao y Odiseo corrieron a la
casa de Deifobo, que luchó valientemente por su vida. Estaba a punto de matar
a Menelao cuando la mismísima Helena lo apuñaló por la espalda. Menelao iba
dispuesto a cortarle la cabeza a esa maldita mujer que lo había engañado y
había provocado la guerra. Pero al verla otra vez en toda su belleza y su
coraje, capaz de matar a un hombre para salvarle la vida, decidió perdonarla y
llevarla consigo.
Durante tres días
y tres noches las fuerzas griegas saquearon Troya sin piedad. Después quemaron
las casas y derrumbaron las murallas. Para asegurarse de que no habría
venganza, mataron a todos los hijos y nietos de Príamo, incluso a los niños.
Las naves aqueas
volvían por fin a la patria. Pero los reyes griegos que habían tomado parte en
esta aventura, que habían saqueado Troya sin piedad y sin medida, serían
castigados por los dioses.
Entre ellos, el
ingenioso Odiseo sería condenado a vagar durante diez años por islas y mares
antes de poder volver a su querida Ítaca, a su esposa Penélope, a su hijo
Telémaco.
La Guerra de Troya había terminado.
La gran Odisea estaba a punto de comenzar.
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