Heracles y sus trabajos
El nacimiento de Heracles
Muchos años más tarde, en
Tirintos reinaban Alcmena y Anfitrión, descendientes de Perseo. Alcmena era una
mujer bellísima y el propio Zeus deseaba enamorarla. Como ella era honesta y
fiel, al dios se le ocurrió la más pícara de sus transformaciones. Cuando su
marido tuvo que salir a combatir contra los tafios, Zeus se convirtió en una
perfecta réplica de Anfitrión. Fingió que llegaba de la guerra con todo su
ejército y ¿qué más podía hacer Alcmena que recibirlo con amor y admiración?
En el banquete,
Zeus le relató a la princesa todos los detalles de las batallas en las que
había participado el verdadero Anfitrión. Y por fin llegó la hora de acostarse.
Tanto amaba Zeus a la bella Alcmena que decidió no permitir la llegada del día:
setenta y dos horas duró esa noche interminable.
Al día siguiente
llegó al palacio el verdadero Anfitrión. En lugar de recibirlo con entusiasmo,
su esposa parecía extrañamente cansada y casi indiferente a sus caricias.
Cuando comenzó con el relato de sus hazañas guerreras, Alcmena bostezó.
—Querido mío —le
dijo—. Ya me lo contaste anoche. ¿Qué te parece si ahora vamos a dormir un
poco?
Al principio, el
odio de Anfitrión no tenía límites y estuvo a punto de matar a su inocente
esposa. Poco a poco comprendió que ella no había tenido ninguna culpa y el
mismo Zeus intervino para reconciliar a marido y mujer. Alcmena quedó
embarazada de gemelos: uno era el hijo de Zeus y el otro era el hijo de su
marido humano.
Pero la diosa
Hera, legítima esposa de Zeus, era terriblemente celosa. Como no podía
enfrentar a su todopoderoso marido, trataba de vengarse en las otras mujeres y
en sus hijos. Zeus había prometido que el primer descendiente de Perseo que
naciera sería rey de Argos. Hera, con ayuda de su hija, la diosa de los
alumbramientos, consiguió que el nacimiento de los mellizos se retrasase y en
cambio hizo nacer sietemesino a uno de sus primos, Euristeo. Así fue como
Euristeo le quitó al hijo de Zeus el poder sobre el reino de Argos, que le hubiera
correspondido.
Después de nueve
días de trabajo de parto, Alcmena pudo tener finalmente a sus dos bebés:
primero nació Heracles, el hijo de Zeus, y poco después Ificles, el hijo de Anfitrión.
Los bebés tenían
diez meses cuando Hera decidió librarse para siempre del maldito hijo de su
enemiga y envió dos enormes serpientes, que se enroscaron en el cuerpo de los
niños, apretándolos para triturarlos. Ificles se echó a llorar con
desesperación. Pero Heracles tomó del cuello a cada una de las serpientes, como
si fueran sus juguetes, y las estranguló con la sola fuerza de sus manitos de
bebé. Cuando Anfitrión llegó a la habitación con la espada desenvainada, se
encontró a los bebés jugando con los cuerpos
de las enormes serpientes y sus últimas dudas se disiparon. Ese bebé era sin
duda el hijo de un dios.
La leyenda del héroe comenzaba a forjarse.
Los doce trabajos de Heracles
Heracles creció hasta
alcanzar, a los dieciocho años, la altura de cuatro codos y un pie: un metro
con noventa y ocho centímetros.
Por ese entonces,
en Citerón, un enorme león devastaba los rebaños de Anfitrión, su padre
adoptivo. Durante cincuenta días, Heracles salió de cacería hasta que
finalmente lo encontró, luchó contra él sin más armas que sus manos, y lo
venció. Desde entonces se vistió con su piel.
Cuando volvía a
Tebas después de su hazaña, se encontró con enemigos de la ciudad: luchando
solo contra todo el ejército, los derrotó. El rey de Tebas, agradecido, le dio
en matrimonio a su hija mayor, Mégara, y a la menor la casó con Ificles, el
hermano del héroe.
Mégara y Heracles
formaron un matrimonio feliz y tuvieron varios hijos. Y aquí podría haber
terminado la leyenda si no fuera por la intervención de la terrible diosa Hera,
que insistía en su venganza.
Con espantosa
crueldad, Hera le envió a Heracles su peor aliada: la Locura. Perdida la razón,
sin saber lo que hacía, el héroe mató a sus propios hijos y estaba a punto de
disparar una flecha contra su padre Anfitrión cuando la diosa Atenea,
compadecida, lo golpeó con una piedra en el pecho y lo hizo caer dormido. Al
despertar, Heracles, libre ya de su ataque de locura, se encontró con una
realidad peor que la más terrible de las pesadillas. Sus hijitos yacían muertos
a sus pies, asesinados por sus propias flechas.
Cuando comprendió
lo que había sucedido, Heracles quiso matarse. La vida ya no tenía sentido para
él. Pero su familia y sus amigos lo persuadieron de que no era su culpa: una
vez más había sido víctima de Hera. Entonces Heracles no quiso seguir casado
con Mégara: ahora temía por la vida de todos los que amaba. Partió solo y
desarmado hacia el oráculo de Delfos para que la pitonisa, esa sacerdotisa que
hacía de intermediaria entre los dioses y los hombres, le dijera si todavía
existía en su vida la posibilidad de futuro.
—Solo hay una
forma de pagar tu crimen y aplacar a Hera al mismo tiempo — murmuró la
pitonisa, envuelta en los vapores que provenían del fondo de la Tierra. Sus
ojos miraban sin expresión, sus labios temblaban, de su boca partía ese sonido
extraño que era la voz de los dioses—. Debes ponerte al servicio de tu peor
enemigo, tu primo Euristeo, el hombre que recibió el trono de Argos en tu
lugar. Cumplirás con los diez trabajos que te ordene. Y si sobrevives, aunque
la cruel esposa de Zeus no lo quiera, serás inmortal.
Así comenzaron los diez trabajos de Heracles… ¿o
fueron doce?
Euristeo era tonto y cobarde.
Sabía que su primo Heracles era el verdadero heredero al trono de Argos y por
eso lo odiaba y le temía. Pero se sentía protegido por Hera, que seguía
tramando formas de que Heracles perdiera la vida, ya que no podía matarlo
directamente sin enfurecer a Zeus.
Aconsejado por
Hera, Euristeo le encargó a Heracles su primer trabajo: matar y desollar al
León de Nemea.
Esta vez no se
trataba de un simple animal feroz, como había sido el de Citerión, sino de un
monstruo en forma de león. Su padre era el horror mismo: Tifón. Su madre era la
temible Equidna, una criatura con cuerpo de mujer y cola de serpiente.
El León asolaba
la región de Nemea, devorando ganado y hombres. Parecía, además, sentir un
gusto especial por los niños pequeños.
Heracles,
recordando su lucha contra el otro león, pensó que solo se trataba de
encontrarlo y después sería presa fácil. En cuanto lo tuvo a la vista, comenzó
a disparar flechas que, gracias a su enorme fuerza, volaban a una velocidad que
jamás se había conocido. Pero las flechas no se clavaban en la carne del león,
rebotaban en su piel invulnerable. Recién entonces comprendió Heracles que no
se trataba de un animal como cualquier otro.
El monstruo se
refugiaba en una caverna con dos accesos. Heracles comenzó por tapar una de las
entradas con una roca. Después cortó el tronco de un olivo silvestre y se
fabricó con él una enorme maza. Ni sus flechas ni su espada ni su lanza podían
contra el león, pero al menos logró hacerlo retroceder a golpes, hasta que el
animal entró en su cueva, mientras el héroe lo seguía valerosamente en la
oscuridad.
Ahora el León
estaba en su propio terreno, al acecho en un rincón de la caverna. Sus dientes
brillaban, listos para morder y desgarrar. En un instante Heracles tuvo que
tomar una decisión: no podría estrangularlo, el monstruo era demasia do grande
para abarcar su cuello con las manos. Envolverlo en un abrazo mortal era
demasiado peligroso, porque no podría escapar de sus mordiscos. A pesar de su
fuerza excepcional, Heracles todavía era un ser humano como cualquier otro.
De un salto,
abriendo sus fauces, el León se arrojó con todo su peso sobre el héroe, que no
retrocedió ni trató de escapar. Al contrario, lo recibió con el brazo derecho
hacia adelante y el puño cerrado. En lugar de tratar de evitarlo, le introdujo
el brazo en la boca con todas sus fuerzas, y su puño le traspasó la garganta.
Esta vez el León de Nemea había tragado un bocado demasiado grande. Asfixiado,
en pocos minutos dejó de respirar.
Heracles se había
preguntado por qué se le había especificado que su trabajo consistía en matar
al León de Nemea y desollarlo. Una vez muerto, ¿desollarlo no era fácil? Y sin
embargo ahora se enfrentaba a un problema aparentemente insoluble: ¿cómo
arrancarle la piel a un animal cuya piel era impenetrable? Pronto comprobó que
tampoco el fuego la quemaba. Por suerte, Heracles tenía tanta inteligencia como
fuerza y se dio cuenta de que solo el León de Nemea podía contra el León de
Nemea.
Desde entonces se vistió con
ella y la usó para siempre como armadura. Llevando el cuerpo del enorme león
desollado, Heracles llegó a Argos. Pero su
primo Euristeo no quiso
verlo. Aterrado, corrió a esconderse en su palacio y prohibió que Heracles
entrara a la ciudad: desde entonces se comunicaría con él a través de
mensajeros.
Por consejo de
Hera, ya tenía preparado el siguiente trabajo para su querido primo: matar a la
Hidra de Lerna… o ser muerto por ella.
La Hidra de Lerna
La Hidra de Lerna… Heracles
no le tenía miedo a nada y, sin embargo, el solo nombre de este monstruo hacía
estremecer a cualquier mortal. La Hidra era una serpiente acuática de siete
cabezas que causaba horror y destrucción. Tan venenosa que ni siquiera
necesitaba morder para matar. Su aliento pestífero emponzoñaba a cualquiera que
se le acercase, incluso mientras dormía. Era hija de Equidna y Tifón, como el
León de Nemea, y la mismísima Hera la había criado desde pequeña, para hacerla
luchar contra Heracles. Y ahora que Heracles había matado a su hermano, la
Hidra tenía razones personales para odiarlo y tratar de destruirlo.
Heracles se
acercó al pantano de Lerna, usando una tela espesa que le tapaba la boca y la
nariz, para filtrar los vapores venenosos de la Hidra. Atacó primero con sus
flechas incendiarias, pero solo logró irritar al monstruo, que se irguió por
encima de las aguas, listo para matar. Heracles, entonces, sacó una hoz,
creyendo que podría segar las cabezas de serpiente como si fueran espigas de
trigo. Pero no conocía todavía la característica más terrorífica del monstruo:
cada vez que cortaba una cabeza, crecían otras dos. ¡La Hidra parecía inmortal!
¡Y cada vez más peligrosa!
Esta vez Heracles
comprendió que no podría solo contra el monstruo y le pidió ayuda a su sobrino
Yolao, el hijo de su hermano mellizo. Mientra Heracles cortaba las cabezas de
serpiente, Yolao, con una antorcha, quemaba valientemente los cuellos mutilados
para impedir que volvieran a nacer.
La cabeza del
medio era inmortal. Heracles la separó del cuerpo, Yolao cauterizó el cuello,
pero la maldita cabeza, aunque no se podía reproducir, seguía viva.
Entonces el héroe
la aplastó con su maza, la enterró a gran profundidad y puso encima una roca
del tamaño de una pequeña montaña.
Heracles había
vencido para siempre a la Hidra de Lerna. Antes de partir mojó las puntas de
sus flechas en la sangre venenosa del monstruo, haciéndolas invencibles, y se
dirigió a Argos para informar a su primo Euristeo.
Pero el mensajero
de Euristeo, que se apresuró a esconderse, como de costumbre, fue terminante:
el rey no aceptaba este trabajo como uno de los diez que le habían sido
impuestos.
Heracles debía
realizar cada tarea por sí mismo. En este caso había contado con la ayuda de
Yolao y, por lo tanto, este trabajo no contaba.
El Jabalí de Erimanto
El mensajero de Euristeo le
comunicó a Heracles su nueva tarea: debía atrapar vivo al Jabalí de Erimanto.
El héroe estaba furioso porque su primo se negaba a considerar como uno de sus
diez trabajos el vencer a la Hidra de Lerna.
Pero atrapar al Jabalí le resultaría tan
sencillo que en cierto modo era una
El Jabalí era un
animal de tamaño gigantesco. Devastaba las cosechas de Erimanto y, como era tan
grande, los campesinos no se atrevían a enfrentarlo. Destruía las redes y
mataba a los perros con los que intentaban cazarlo. Pero no era un monstruo ni
tenía poderes sobrenaturales.
Sintiéndose
tranquilo y seguro, Heracles emprendió el camino hacia Erimanto. Al atravesar
el Bosque de los Centauros, aceptó la invitación a cenar del buen Folo, mitad
hombre y mitad caballo, pero todo él gran amigo de Heracles.
Los centauros
eran seres violentos y salvajes, pero Folo era diferente. Recibió a Heracles
con deliciosa carne asada, a pesar de que él comía solamente carne cruda. Y le
ofreció agua fresca de manantial para beber.
—¿Y el vino? —preguntó Heracles.
—Aquí está, pero
no puedo servírtelo: es el vino de los centauros y sé que a mis compañeros no
les gustaría que te convidara.
—No se irritarán
porque me sirvas una copa de vino. Y además, yo te protejo — insistió Heracles.
Ojalá no lo
hubiera hecho. Al destapar la vasija, el delicioso aroma del vino salió de la
casa de Folo y se extendió por el bosque. Poco después, un ejército de
centauros enfurecidos rodeaba la caverna, armados con rocas, árboles enteros y
antorchas encendidas.
Heracles comenzó
a disparar sus flechas envenenadas con tremenda puntería. Los centauros caían
muertos alrededor de la cueva y finalmente los que quedaban vivos decidieron
escapar.
Muy asombrado,
Folo se acercó a uno de los centauros muertos y arrancó una flecha que estaba
clavada apenas en la superficie de la piel.
—¿Cómo puede ser
que algo tan pequeño mate a un enorme centauro? — preguntó.
Heracles corrió
hacia él con la intención de quitarle el peligroso proyectil de las manos, pero
ya era tarde. Sin querer, Folo dejó caer la flecha, que le hizo un rasguño en
una pata. Era todo lo que necesitaba para actuar el terrible veneno de la Hidra
de Lerna. Folo cayó muerto a los pies de Heracles, que nada pudo hacer para
ayudarlo.
Heracles parecía
condenado por el destino a ver morir a sus amigos y a los seres que amaba.
Con el corazón
entristecido, el héroe siguió su camino hacia Erimanto. Allí persiguió al
Jabalí hasta que consiguió acorralarlo en un monte cubierto de espesa nieve,
donde se hundían las patas del animal, que corrió y corrió hasta que el
agotamiento lo obligó a detenerse. De un salto, Heracles se montó sobre su lomo
y con una pesada cadena consiguió atarlo.
Con el Jabalí de
Erimanto vivo, retorciéndose furioso sobre sus hombros, Heracles llegó a
Micenas. Esta vez a Euristeo no le alcanzó con refugiarse en su palacio: se
había mandado a construir una enorme vasija de bronce semienterrada en el jardín, y allí se metió
para ocultarse de su primo y del tremendo Jabalí vivo que le había traído de regalo.
La Cierva de Cerinia
En cuanto al cuarto trabajo,
la orden era precisa: Heracles debía llevar a la Cierva de Cerinia a Micenas
viva y sana. Euristeo no tenía nada que temer de una cierva y, además, no podía
dar orden de matarla, porque era un animal sagrado, protegido por Artemisa, la
diosa de la caza.
Artemisa había
encontrado en un monte cinco ciervas extraordinarias: eran tan grandes como un
toro, tenían los cuernos de oro y las pezuñas de bronce. ¡Esos eran animales
apropiados para tirar del carro de una diosa! Las persiguió, pero solo
consiguió atrapar a cuatro. La quinta era tan veloz que logró escapar de la
misma diosa. Desde entonces, la Cierva vivía libre y feliz en los bosques;
Artemisa había prohibido que nadie le hiciera daño.
Atrapar viva a la
Cierva de Cerinia parecía una tarea imposible: la mismísima diosa de la caza
había fracasado en el intento. Pero nada era imposible para Heracles (excepto
librarse del odio de Hera). El héroe no solo era fuerte y veloz, también era
inteligente, perseverante y tenía toda la paciencia del mundo. Día tras día,
con sus pies de carne y sangre, persiguió a la Cierva de pezuñas de bronce. Un
año entero duró la loca persecución. Los días de Heracles eran todos iguales:
levantarse a la mañana, buscar rastros de la Cierva, correr desesperadamente
por el bosque, y llegar a entrever la figura del animal entre los árboles sin
poder alcanzarlo. Después de un año de persecución constante, la Cierva y el
hombre estaban flacos y agotados por igual. Se detenían lo mínimo
imprescindible como para descansar y comer.
De pronto, una
mañana fresca de primavera, Heracles vio lo que había comenzado a creer que no
vería jamás. Allí, delante de sus ojos, a tiro de flecha, la Cierva se había
detenido delante de un arroyo demasiado crecido para pasarlo de un salto. Pero
su trabajo no consistía solo en llevar a la Cierva viva, tampoco podía herirla
sin enfurecer a Artemisa.
Parado contra el
viento, para que la Cierva no lo olfateara, Heracles tensó su arco, preparó una
flecha y disparó con tan precisa puntería que atravesó una de las patas
traseras del animal justo entre el hueso y el tendón, sin derramar una gota de
sangre. La Cierva echó a correr, pero ahora rengueaba y el héroe logró
alcanzarla.
La atrapó, la ató, se la puso sobre los hombros
y emprendió el camino a Micenas.
Sin embargo, la diosa Artemisa se interpuso en su camino.
—¿Cómo te atreves? —le dijo, enfurecida.
También Artemisa
era hija de Zeus y de una titánida, la bella Leto. También ella y su hermano
Apolo habían sufrido los celos de Hera, que había tratado de impedir su
nacimiento. Por eso, cuando su medio hermano Heracles le contó sus penurias y
las tareas que debía cumplir para Euristeo, la diosa entendió y se compadeció.
Así
logró Heracles completar su cuarto trabajo y encaminarse a Augías, donde lo
aguardaba el quinto.
Los establos de Augías
Nadie en toda Grecia tenía
tanto ganado como el rey Augías, el hijo de Helios, el dios Sol. Y dos buenas
razones lo explicaban. Por decisión de los dioses, los rebaños de Augías no
sufrían enfermedades. Pero además su padre Helios le había regalado doce toros
feroces que defendían de las fieras al resto del ganado.
Augías no mandaba
a limpiar sus establos. Al principio, por puro descuido y abandono. Pero
después de unos años, porque se fue convirtiendo en una tarea simplemente
imposible. Treinta años después, la bosta de tres mil animales se había
acumulado de tal manera que era casi imposible acercarse a los establos a causa
del hedor que despedían. Desde el mar, los barcos se enteraban por el olor de
que estaban cerca del reino de Augías. Mientras tanto, las tierras de los
campesinos se volvían estériles, porque Augías les negaba el estiércol que
hubiera servido para abonarlas.
Cuando Heracles
llegó a la tierra de Augías, estuvo a punto de utilizar la tela que le había
servido para filtrar el venenoso aliento de la Hidra. Apestaba de una manera
insoportable. Sus habitantes, sin embargo, parecían estar acostumbrados.
Augías lo recibió
en su palacio. Las hazañas del héroe ya eran famosas en toda Grecia. En el
banquete, bebiendo un delicioso vino, Heracles se jactó de su fuerza: los
famosos establos no eran un problema para él. Estaba seguro de poder limpiarlos
en un solo día. Augías sabía que eso era imposible.
—Si logras esa hazaña —le
dijo—, te entregaré la décima parte de mis rebaños. Augías estaba convencido de
que el vino había nublado la cabeza de Heracles,
pero el héroe sabía muy bien
lo que decía. Ya había visitado los establos y había comprobado que dos ríos
bastante caudalosos pasaban muy cerca de allí.
Al día siguiente
Heracles, usando su enorme fuerza, cavó dos canales para desviar el curso de
los ríos y hacerlos pasar por los establos. Después derribó una parte del muro
para que entrara el agua y otra para que hiciera de desagüe. Los dos ríos se
precipitaron en los establos, sus aguas confluyeron y chocaron, y se
arremolinaron entre las paredes. Y en un solo día el trabajo de limpieza estuvo
terminado.
Augías estaba muy
enojado, porque jamás se había imaginado que iba a poder completar la tarea en
tan poco tiempo. Y se negó a pagarle, argumentando que ese trabajo lo tenía que
hacer de todos modos porque se lo había encargado Euristeo. Por su parte,
Euristeo, que se había imaginado a Heracles avergonzado y humillado, con una
pala en las manos, cubierto de estiércol y jadeando de fatiga, no quiso contar
este trabajo entre los diez que debía realizar, con la excusa de que Heracles
le había pedido un salario a Augías y entonces no lo había hecho solo para él.
Heracles había
cumplido ya con seis de los diez trabajos… y sin embargo todavía le faltaban
otros seis.
Al mensajero de Euristeo le
temblaba la voz cuando exigió a Heracles que llevara vivo a Micenas al Toro de
Creta. El monstruo era justamente famoso en toda Grecia y solo un héroe como
Heracles se le podía enfrentar.
Cierta vez,
Minos, el rey de Creta, había prometido sacrificar a Poseidón lo primero que
apareciese en la superficie de las aguas. Nunca imaginó que iba a aparecer
nadando hacia la costa un toro enorme, hermosísimo, perfecto, enviado por el
dios. Cuando Minos lo vio, se arrepintió de su promesa: si lo cruzaba con sus
vacas, podría mejorar muchísimo la calidad de sus rebaños. Decidió quedárselo y
sacrificar en su lugar al mejor de sus toros.
Pero Poseidón no
se dejó engañar. Furioso al ver la trampa que había tramado Minos, se vengó de
una manera terrible. Por una parte, hizo que la esposa de Minos enloqueciera y
se enamorara del toro: ese fue el origen del monstruoso Minotauro, un hombre
con cabeza de toro. Por otra parte, enfureció al animal, hasta convertirlo en
una violenta máquina de matar que echaba fuego por las narices.
Minos no quiso
ayudar a Heracles a dominar al Toro, pero el héroe no retrocedió. Fue a buscar
al animal, lo enfrentó y consiguió treparse de un salto a su lomo. Durante
horas el Toro corcoveó y luchó tratando de librarse de su jinete, pero al fin
Heracles consiguió domarlo. Le puso un anillo de hierro en las narices y,
montado en el Toro de Poseidón, cruzó el mar hasta llegar a Grecia.
Euristeo recibió
a la bestia, pero, por supuesto, no fue capaz de controlarla. El Toro divino se
escapó de Micenas y siguió devastando los campos de Grecia: solo otro héroe
comparable a Heracles podría volver a dominarlo.
El siguiente
trabajo no fue menor: se trataba de atrapar a las terribles yeguas de Diomedes.
Las yeguas de Diomedes
Eran cuatro, eran hermosas,
eran antropófagas. Se habían acostumbrado desde pequeñas a comer carne humana.
Diomedes, el rey de Tracia, las alimentaba con los extranjeros que llegaban a
sus tierras, a los que empezaba por alojar con mucha cortesía en su palacio.
Esta vez no se
trataba solo de animales odiados y temidos: había un ejército de hombres que
protegían a las yeguas. Diomedes las amaba, las llamaba por sus nombres y
disfrutaba de verlas devorar a sus huéspedes. No dejaría que se las quitaran
fácilmente. Por eso Euristeo le permitió a Heracles que llevara un grupo de
guerreros para ayudarlo.
Una noche sin
luna, Heracles y sus hombres, acercándose a los establos casi sin hacer ruido,
lograron reducir a los cuidadores de las yeguas, que estaban encadenadas a un
pesebre de bronce. Abriendo los candados, se llevaron a los animales.
En cuanto
Diomedes lo supo, envió a su ejército con la orden de encontrar a los griegos y
traer de vuelta a sus amadas yeguas. La batalla fue tremenda, pero nadie podía
contra la fuerza del héroe y el coraje de sus guerreros. Mientras luchaban, un
amigo de Heracles, el hombre en el que más confiaba, quedó al cuidado de los
monstruosos animales.
Diomedes cayó
herido y su ejército se rindió. Entonces Heracles fue a buscar a las yeguas. Al
abrir las puertas del establo, descubrió con horror que habían devorado a su
amigo. Enfurecido, arrojó a Diomedes a sus propios monstruos. Las yeguas devoraron la carne de
Diomedes y por primera vez parecieron extrañamente saciadas. Desde que se
comieron a su propio dueño, su hambre de carne humana desapareció, se
amansaron. Como yeguas comunes y dóciles se dejaron conducir hasta Micenas.
Allí Euristeo le
dio a Heracles orden de soltarlas. Las yeguas escaparon y se ocultaron en el
bosque del monte Olimpo, donde fueron devoradas por las fieras.
El siguiente
trabajo no consistió en enfrentarse con monstruos. O tal vez sí. Ahora Heracles
tendría que vérselas con las mujeres más peligrosas de la historia: las
temibles amazonas.
El cinturón de Hipólita
Esta vez la idea fue de la hija de Euristeo. ¿Por qué no unir lo útil
con lo agradable? —Padre, en lugar de pedirle a Heracles que traiga a Micenas
otra de esas bestias
horribles y peligrosas,
pídele que consiga para mí el cinturón de oro de la reina de las amazonas.
Las amazonas eran
mujeres guerreras y cazadoras que vivían aisladas en una región selvática.
Adoraban a Artemisa, su protectora, la diosa de la caza, y eran descendientes
de Ares, el dios de la guerra. Entre ellas no se admitían hombres. Desde
jovencitas, se les amputaba el seno derecho para que no las incomodara a la
hora de tirar con arco y llevar el carcaj con las flechas. Hipólita, su reina,
usaba un grueso cinturón de oro puro, un regalo de Ares que simbolizaba su
poder sobre las demás amazonas.
Sabiendo que, una
vez más, Heracles tendría que enfrentar a un peligroso ejército, Euristeo le
permitió llevar voluntarios. Varios héroes y otros guerreros lo acompañaron. En
viaje por mar llegaron al país de las amazonas, dispuestos a todo. Y allí se
encontraron con una gran sorpresa.
La fama de
Heracles era grande. Muchos pueblos le estaban agradecidos por haberlos librado
de los monstruos que los acosaban. La reina Hipólita los esperaba con interés y
curiosidad. En lugar de la resistencia que esperaban, los héroes griegos fueron
recibidos por las amazonas con fiestas y banquetes.
Heracles era
fuerte, valiente, inteligente. Hipólita era una mujer como él jamás había
visto, capaz de guerrear como un hombre y seducir con su belleza femenina al
mismo tiempo. Fue casi natural que surgiera entre ellos el amor. Y cuando llegó
el momento en que los griegos debían volver a su patria, Hipólita se quitó por
propia voluntad el cinturón de oro y se lo entregó a Heracles con un beso de
despedida.
Esto era
demasiado para la diosa Hera, que había contado con las amazonas para librarse
finalmente de su odiado Heracles. Disfrazada de amazona, se dedicó a hacer
correr la voz de que el héroe pretendía secuestrar a la reina. Y cuando los
griegos estaban a punto de abordar su nave y las amazonas se reunían inquietas
en la orilla, Hera tensó su arco, disparó y mató a uno de los hombres.
Los griegos
respondieron lanzando flechas contra las amazonas. Inmediatamente se generalizó
la lucha. Heracles estaba furioso. Esa malvada Hipólita lo había engañado con la miel de sus
ojos para distraerlo y atacar a sus hombres cuando menos se lo esperaban. Tenía
que matarla para detener la lucha. Y eso fue lo que hizo. Cuando una de las
flechas emponzoñadas de Heracles mató a la hermosa Hipólita, las amazonas se
desbandaron.
Así volvió Heracles
a Micenas con el cinturón de oro y el corazón destrozado por la carcajada con
la que se dio a conocer Hera. Hipólita era inocente y otra vez el héroe había
sido engañado, otra vez se había cumplido su fatal destino: dañar a los que más
amaba.
Los bueyes de Gerión
Ver a su hija feliz luciendo
el cinturón de Hipólita le dio a Euristeo una gran idea. A pesar de que
disponía de todas las riquezas de Micenas, siempre había codiciado el ganado
del gigante Gerión. Era una enorme cantidad de bueyes y vacas rojas de los que
mucho se hablaba y que pocos habían visto, porque Gerión vivía en los confines
del mundo, más allá del Mediterráneo, a orillas del océano Atlántico. Se decía
que Gerión no era un gigante común: su cuerpo se triplicaba desde las caderas
hacia arriba y sus fuertes piernas soportaban tres cuerpos, seis brazos y tres
cabezas.
Para que a
Heracles no le fuera tan fácil obtener el ganado como sucedió con el cinturón
de Hipólita, impuso una condición: debía traerle los bueyes de Gerión, pero sin
pedirlos ni comprarlos. Sencillamente, lo estaba mandando a robar.
Heracles se puso
en camino. Esta vez iba solo. El viaje parecía eterno. Mientras cruzaba el
desierto africano, el calor del sol lo agobió de tal manera que se puso furioso
contra Helios, el dios Sol, y disparó contra él sus flechas envenenadas. Helios
miró con interés y curiosidad al mortal que se atrevía a tanto.
—Si dejas de
amenazarme con tus flechas —le propuso—, te prestaré mi copa para que cruces el
Océano.
Heracles no dudó.
Helios le estaba ofreciendo nada menos que la gigantesca copa dorada en la que
el sol hace su camino todas las noches por debajo de la tierra y el mar para
poder volver a salir por el Este después de haberse escondido por el Oeste al
terminar el día.
Embarcado en la Copa
del Sol, amenazando al dios Océano con sus flechas para asegurarse una
tranquila travesía, Heracles llegó mucho antes de lo que pensaba a los dominios
de Gerión.
Apenas puso pie
en tierra, se abalanzó sobre él, ladrando furiosamente con sus dos cabezas, el
monstruoso perro Ortro, uno más de los terribles hijos de Equidna y Tifón.
Heracles lo enfrentó y consiguió derribarlo a golpes con su famosa maza, hecha
de un olivo entero. También a mazazos venció al gigantesco pastor que cuidaba
el ganado.
Heracles reunió
los bueyes y las vacas, y comenzaba a arrearlos hacia el mar cuando llegó hasta
allí el mismísimo Gerión, que se lanzó sobre él para matarlo, disparando
flechas con uno de sus cuerpos y manejando lanzas y garrotes con los otros dos. Usando su fuerza
inverosímil, Heracles disparó el arco y con una sola de sus flechas venenosas
atravesó al mismo tiempo los tres corazones del monstruo.
Parecía que ya
había conseguido lo que necesitaba y sin embargo recién comenzaba uno de los
más difíciles trabajos de Heracles, y el único que no consiguió cumplir por
completo: llevar hasta Micenas a los bueyes de Gerión.
De alguna manera,
Heracles logró embarcar todo el ganado en la Copa del Sol y puso proa a la
orilla opuesta. Allí desembarcó con los bueyes y siguió su camino por tierra,
bordeando las orillas del Mediterráneo.
Lo que quizás no
había tenido en cuenta el héroe era que su valioso rebaño iba a atraer a los
bandidos más famosos del mundo.
En las costas de
Italia lo atacó un pueblo salvaje de la región. Eran tantos que Heracles pronto
agotó las flechas del carcaj. En su desesperación, elevó una plegaria a su
padre Zeus, que para ayudarlo le envió una lluvia de piedras. A pedradas
consiguió el héroe alejar a sus atacantes. Arrancó las flechas de los cuerpos
muertos o heridos y siguió adelante.
Dos bandidos bien
conocidos en toda la región, sus propios primos, hijos de su tío Poseidón,
trataron de robar el ganado y murieron también bajo las flechas de Heracles.
Pero después le
tocó el turno a Caco, un ladrón tan famoso que les dio su nombre a todos los
ladrones. Caco consiguió robar una noche buena parte de los animales y se los
llevó tirándolos de la cola, para hacerlos caminar hacia atrás.
De este modo las
reses iban dejando las huellas al revés, pisando sobre las huellas que habían
hecho al llegar. Cuando Heracles se despertó, no entendía lo que había pasado.
Furioso, pero sin poder hacer nada, se puso en marcha con lo que quedaba del
rebaño. De pronto, al pasar cerca de una montaña, las vacas mugieron y desde
una cueva respondió un mugido exactamente igual. ¡Allí estaba escondido el
botín de Caco! El ladrón había tapiado la puerta de la cueva con una roca tan
enorme que Heracles tuvo que romper la cima de la montaña para poder entrar y
recuperar a los animales robados.
Heracles ya
llegaba a Micenas, estaba a punto de completar su décimo trabajo y Hera no
estaba dispuesta a soportarlo. Envió, entonces, una bandada de tábanos que
atacaron salvajemente a las reses y las enfurecieron. Tratando de escapar de
los tábanos, bueyes y vacas se echaron a correr, y se dispersaron por valles y
montañas. Heracles hubiera deseado correr hacia todas partes al mismo tiempo,
pero era imposible. A pesar de todo, con enorme esfuerzo, logró reunir una
parte del ganado y se presentó ante Euristeo, que dio su tarea por cumplida y
sacrificó los animales en honor de Hera.
Las manzanas de oro de las Hespérides
Cuando Hera se casó con Zeus
todo era alegría. Nadie sabía aún que su matrimonio sería tan desdichado. Su
madre Gea, la Tierra, le regaló tres manzanas de oro. Tanto le gustaron a Hera que
decidió plantar las semillas en el jardín secreto de los dioses. Ordenó a las
Ninfas del Atardecer que cuidaran su jardín y no permitieran entrar a nadie. A
estas ninfas se las llamaba las Hespérides; eran hijas del titán Atlas, el
gigante que sostenía la bóveda celeste, impidiendo que el cielo cayera sobre la
tierra. Pero como las mismas Hespérides de vez en cuando se robaban alguna
manzana, para estar más segura de que nadie las tocaría, Hera instaló en el
jardín al terrible Ladón, un dragón de cien cabezas.
Y este fue uno de
los últimos trabajos que Euristeo le impuso a Heracles: que le llevara tres
manzanas de oro del Jardín de las Hespérides.
La primera y
gravísima dificultad era que nadie sabía dónde quedaba el famoso jardín. Los
rumores hablaban del Norte, y hacia allí partió Heracles. Al cruzar un río,
unas ninfas, compadecidas y admiradas de su apostura, le dijeron que el viejo
dios marino Nereo podía saber el camino. Con ayuda de las ninfas, Heracles
sorprendió a Nereo durmiendo y lo atrapó.
—¡No te soltaré hasta que me señales el camino! —lo
amenazó.
—Tal vez no sueltes a Nereo, pero ¿por qué vas a
retener a un pobre animal?
Es que el viejo
dios podía tomar cualquier forma que quisiera. Heracles tuvo que utilizar toda
su inteligencia, su fuerza y su paciencia para dominar al toro y la serpiente
en los que se convirtió Nereo. Fue más difícil todavía cuando se transformó en
agua, y enseguida tuvo que soportar el dolor quemante de una enorme llama que
seguía siendo Nereo. Pero sin hacer caso de sus ojos, guiándose por el tacto de
lo que aferraba entre sus fuertes brazos, nunca lo soltó y así consiguió que el
viejo dios le revelara el lugar donde estaba el jardín.
Por el camino,
Heracles tuvo que escalar las montañas del Cáucaso y allí encontró encadenado
al titán Prometeo. Todos los días un águila le devoraba el hígado, que por las
noches volvía a crecer, para que fuera eterno su castigo por haber robado el
fuego. Heracles no pudo soportar ver a Prometeo sufriendo esa horrible tortura
y con sus flechas envenenadas mató al águila y soltó al titán.
Infinitamente
agradecido, Prometeo no solo le señaló el camino, sino que le contó otro
secreto fundamental para su misión: en todo el Universo, el único que podía
conseguir que las Hespérides le entregaran las tres manzanas de oro era el
gigante Atlas, su padre.
Atlas no podía
moverse del lugar en que estaba, siempre allí parado sosteniendo el Cielo sobre
sus hombros. Siguiendo el consejo de Prometeo, Heracles le propuso reemplazarlo
por unas horas mientras Atlas iba a buscarle las manzanas. ¡Nada mejor podía
desear el gigante! Pero antes le pidió a Heracles que matara a Ladón, el dragón
de cien cabezas. De un solo flechazo, Heracles atravesó el corazón del monstruo
y las cien malignas cabezas cayeron muertas al mismo tiempo. Entonces, con
inmenso alivio, Atlas colocó delicadamente el Cielo sobre los hombros de
Heracles y partió.
No tardó mucho
Atlas en volver con las tres manzanas de oro. Pero, pensándolo bien, ahora que
estaba disfrutando de la maravillosa libertad, ¿por qué volver a su condena?
—Heracles, haces
mi trabajo tan bien como yo. Puedo estar tranquilo de que el Cielo no se caerá.
No hace falta que vayas a Micenas. Yo mismo puedo entregarle sus manzanas a
Euristeo.
—¡Qué suerte
tengo! —contestó Heracles—. Precisamente estaba a punto de rogarte que me
dejaras ocupar para siempre tu lugar. Estoy muy orgulloso de poder demostrar mi
fuerza y de tener a mi cargo una tarea de tanta responsabilidad. Sí, me quedaré
para siempre. Lo único que necesito es una almohadilla para que el Cielo no me
lastime la piel de los hombros. ¿No querrías sostenerlo un momentito mientras
me la acomodo?
Por supuesto, en
cuando el tonto de Atlas se puso los Cielos otra vez sobre sus hombros,
Heracles tomó las tres manzanas de oro y corrió sin parar hasta Micenas.
Euristeo no sabía
qué hacer con esos objetos tan maravillosos y decidió consagrarlos a Hera. La
diosa, con un gran suspiro porque no había logrado vencer a Heracles (y ella
misma comenzaba a admirar al héroe), las devolvió al Jardín de las Hespérides,
donde debían estar por ley divina.
El Can Cerbero, el perro de los muertos
Robar los bueyes de Gerión y
llevarlos a Micenas había sido el más largo y lento de los trabajos de
Heracles, pero le faltaba todavía el más peligroso.
Solo a Hera se le
podría haber ocurrido algo así y al propio Euristeo se le erizaron los cabellos
cuando pronunció su pedido: Heracles debía traer a su presencia al Can Cerbero.
Cerbero era el
perro del dios Hades. Su misión era cuidar la entrada del mundo de los muertos.
Estaba allí para impedir que entraran los vivos al Mundo Subterráneo y para que
no pudieran escapar las sombras de los muertos. Como muchos otros monstruos,
era hijo de Equidna y Tifón y, por lo tanto, hermano de Ortro, el perro que
cuidaba los rebaños de Gerión. Además de su tamaño descomunal, tenía tres horribles
cabezas y su cola era una serpiente.
Los seres vivos
tenían prohibido descender al Tártaro, el espantoso reino subterráneo del dios
Hades. Heracles jamás lo habría logrado si no hubiera contado con la ayuda de
los dioses.
Atenea y Hermes,
por orden de Zeus, lo acompañaron y lo ayudaron a cruzar el umbral que muy
pocos mortales lograron atravesar estando vivos. Fue Hermes el que persuadió a
Caronte, el barquero de los infiernos, de que cruzara el Aqueronte con un
mortal en su nave. ¡Y cómo se inclinaba la barca de Caronte, acostumbrada a
llevar solo sombras, con el peso de Heracles!
En el reino de
Hades, las sombras de los muertos huían de la presencia del héroe. Solo dos se atrevieron
a enfrentarlo: Medusa y Meleagro. Cuando vio a la terrible Medusa, con su
cabellera de serpientes y sus ojos capaz de convertir en piedra a quien mirara,
Heracles dio vuelta la cara y desenvainó su espada, pero Hermes le recordó que
solo era una sombra.
Heracles no
conocía a Meleagro y al principio lo confundió con un enemigo. Pero la sombra
del guerrero le contó la triste historia de su muerte y le rogó que protegiese
a su hermana viva, Deyanira, en forma tan conmovedora que Heracles le prometió
casarse con ella. Meleagro jamás habría aceptado si hubiera conocido el triste
destino de todos aquellos a los que amaba el héroe.
Al seguir
avanzando, Heracles vio de pronto un cuerpo vivo, sufriente, que se destacaba
entre las sombras que lo rodeaban. Era el héroe Teseo, a quien Hades tenía
encadenado en sus dominios por haber intentado raptar a su esposa Perséfone.
Heracles sabía que Teseo hacía falta en el mundo de los hombres.
Consiguió que Perséfone lo
perdonara y con su permiso lo liberó de sus cadenas. —Sangre… sangre… sangre… —rogaban
débilmente los muertos a su paso, porque solo bebiendo el rojo vino que inunda
el cuerpo de los vivos podían los
muertos reanimar sus sombras.
Compadecido,
Heracles degolló algunos animales del ganado de Hades y les permitió beber para
recuperar en parte sus fuerzas.
Y
por fin llegó hasta el temible Hades, el rey de los muertos, cuyo nombre es
preferible no pronunciar en voz alta. Con todo respeto, le rogó al rey dios que
le permitiera llevarse al Can Cerbero.
—Puedes
llevártelo —dijo Hades—. Siempre que logres dominarlo sin hacerle daño. Dejarás
aquí todas tus armas y solo puedes enfrentarte a mi perro envuelto en tu piel
de león y con tus manos desnudas.
No se trataba
solamente de fuerza: en la lucha contra el perro del Infierno, Heracles tuvo
que soportar las mordeduras de la cola-serpiente sin soltar al animal, al que
había conseguido atrapar por la base del cuello, de donde salían las tres
cabezas. Sin aire, semiasfixiado por las poderosas manos de Heracles, el Can
Cerbero se dejó colocar un collar y una correa. Una vez dominado, el héroe lo
trató con un afecto al que el perro no estaba acostumbrado, y al que respondió
con alegría. Acariciándole las cabezas, Heracles llevó al monstruo, ahora
dócil, hasta Micenas. Euristeo, por supuesto, corrió una vez más a esconderse
en su ridícula tinaja de bronce.
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