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lunes, 18 de marzo de 2019

PERSEO Y MEDUSA


Las aventuras de Perseo

 La profecía

Una atroz profecía desesperaba al rey de Argos: su propio nieto lo mataría. Había una sola manera de escapar a ese destino: debía matar a su hija con sus propias manos. Pero el rey amaba a su hija Dánae. La princesa era la más bella de las mujeres, más bella que las ninfas. Solo con las diosas se podía comparar su hermosura. El mismísimo Zeus estaba enamorado de ella.

Para tratar de engañar al destino, el rey mandó construir una habitación subterránea, hecha de bronce, con lujos dignos de una princesa. Allí encerró a Dánae con su nodriza, y se ocupó de que nada les faltara. Pero la celda tenía una grieta en el techo. Y por allí entró Zeus, convertido en lluvia de oro.

Nadie entraba en ese cuarto secreto. Completamente solas, Dánae y su nodriza consiguieron mantener en secreto el embarazo y el nacimiento del bebé, al que llamaron Perseo. Hasta que un día el rey escuchó el llanto de su nieto y supo que sus planes habían fracasado.

Es difícil engañar al destino, pero el rey de Argos no se daba por vencido. Encerró a su hija y a su nieto en un arca de madera, con agua y alimentos, y los echó al mar, confiando en que las olas los llevarían tan lejos que nunca se cumplirían los malos presagios.

Poco después, en la lejana isla de Sérifos, un pescador encontró en la playa un arcón cerrado que las olas habían arrojado sobre la arena. Al abrirlo, su sorpresa fue enorme: una mujer y un niño, débiles, pero vivos y sanos, salieron del arca, guiñando los ojos desacostumbrados a la luz del sol. Este pescador no era un hombre cualquiera: era el hermano del tirano que gobernaba la isla, que lo había despojado injustamente del trono.

Dánae y su hijo vivieron con el buen pescador y su esposa. Unos años después, Perseo se había convertido en un adolescente que se destacaba por su sorprendente coraje. La belleza de Dánae, que era casi una niña cuando nació su hijo, aumentaba con los años y era muy difícil de ocultar.

El tirano de la isla se enamoró de ella y decidió librarse de ese hijo molesto que ya tenía suficiente edad como para proteger a su madre. Para eso, cierto día, invitó a todos los nobles de la isla a un banquete. Perseo, cuyo origen noble era evidente en su apostura y sus modales, estaba también allí.

—¿Qué regalo les parece digno de un rey? —preguntó el tirano a sus invitados.

—Yo le regalaría mi mejor caballo —dijo uno.

—¡Yo también! —fueron diciendo todos los demás.

Si la pregunta terminaba por convertirse en exigencia, esa era una propuesta fácil de cumplir. Pero Perseo era demasiado joven, nada prudente, y había bebido más de una copa de vino.

—¡Yo le regalaría la cabeza de Medusa! —gritó, con entusiasmo.

—Muy bien —dijo el rey, satisfecho con la respuesta—. Quiero esos regalos.

Ir en busca de la cabeza de Medusa era una decisión suicida. Riéndose por dentro, el tirano pensó que librarse de Perseo sería mucho más sencillo de lo que había pensado.

La horrible Medusa

Medusa era una de las tres Gorgonas, monstruosas hijas de divinidades marinas. Vivían cerca del reino de Hades, no lejos del jardín de las Hespérides. Las tres eran horribles y dos eran inmortales. Solo Medusa, la más peligrosa de las Gorgonas, era mortal.

En lugar de cabellos, la cabeza de Medusa estaba rodeada de serpientes. Tenía el cuello cubierto de escamas de dragón, más duras que cualquier metal, capaz de resistir el golpe de un hacha. Sus manos eran de bronce y podía volar con sus alas de oro. Con su lengua protuberante y sus colmillos de jabalí, su cara de mujer conservaba poco de la belleza divina de sus padres. Era temida por hombres y dioses. Solo Poseidón se había atrevido a amarla.

Pero lo más temible de Medusa era su mirada, esos ojos enloquecidos que echaban chispas. Cualquier ser vivo que mirara directamente a la cara de Medusa quedaba convertido en piedra. Los alrededores de su guarida estaban adornados por estatuas de piedra de hombres y animales que se habían atrevido a fijar su vista en los Ojos del Mal.

  
Las tres Grayas eran hermanas de las Gorgonas. Vivían siempre en penumbra, en una región donde no era ni de día ni de noche. En esa media luz las encontró Perseo. Las estudió desde lejos, siguiendo los consejos de Hermes.

Las Grayas eran tres mujeres viejísimas, arrugadas y consumidas. Entre las tres tenían un solo ojo y un solo diente, y se los iban pasando por turno cada vez que necesitaban usarlos. Había un solo momento en el que ninguna de las tres podía ver: cuando una se sacaba el ojo de la frente para pasárselo a otra. En ese instante de debilidad, Perseo se lanzó contra ellas y les quitó el ojo y el diente.

—No los devolveré hasta que no me digan dónde viven las Ninfas del Norte. Pero cuando las Grayas le indicaron el camino, el héroe no les devolvió enseguida
el ojo y el diente porque sabía que, como hermanas de las Gorgonas, podían avisarles que estaba en su busca.
Las Ninfas del Norte lo ayudaron sin condiciones, porque sabían que ese era el deseo de los dioses. Le entregaron tres objetos mágicos. Unas sandalias aladas, que le servirían para llegar hasta la isla de las Gorgonas y para luchar desde el aire. Una bolsa mágica, que le serviría para guardar la cabeza de Medusa, cuya mirada seguiría siendo fatal, aun después de muerta. Y el casco de Hades, regalo de los Cíclopes, capaz de volver invisible a quien lo usara.

Gracias a las sandalias voladoras, Perseo llegó rápidamente a su destino. Las tres Gorgonas estaban dormidas, pero Medusa se despertó y lanzó la mirada de sus ojos feroces contra el joven héroe. Perseo no le devolvió la mirada. Luchaba guiándose por el reflejo de la imagen de su enemiga en el escudo. Desde el aire, se lanzó contra ella y con un solo tajo de su espada de diamante le cortó la cabeza[9]. Tomando con repugnancia esa cabeza llena de serpientes vivas, que seguían moviéndose y silbando, la metió sin mirarla dentro de la bolsa y huyó para no tener que enfrentarse con las otras Gorgonas. Las hermanas de Medusa quisieron vengarse, pero no pudieron perseguirlo porque, gracias al casco de Hades, Perseo se había vuelto invisible.

El rescate de Andrómeda

Perseo voló por encima del mundo. Al pasar por África, unas gotas de la sangre de Medusa cayeron en la tierra y así brotaron las serpientes venenosas y los escorpiones que viven en el desierto, donde toda vida debería ser imposible.

Volando sobre las costas de Palestina, Perseo vio la bellísima estatua de una mujer, que se destacaba en mármol blanco contra las rocas negras. Al acercarse, se dio cuenta de que caían lágrimas de los ojos de la estatua, y sus manos, encadenadas a la roca, se retorcían con desesperación. Era Andrómeda, una princesa injustamente castigada por las imprudentes palabras de su madre. Perseo nunca había visto una mujer así. Se acercó, le preguntó por qué estaba allí encadenada, y se enamoró inmediatamente de ella.

Los padres de Andrómeda eran los reyes de la región. Su madre se había jactado de que ella y su hija eran más hermosas que las mismísimas Nereidas, las ninfas del mar, hijas de Poseidón. Las Nereidas, ofendidas, se quejaron a su padre, que envió una devastadora inundación sobre la costa y un monstruo marino que devoraba a sus habitantes. Cuando los reyes, desesperados, consultaron al oráculo, la respuesta fue terrible:

—Solo si sacrifican a su hija Andrómeda al monstruo marino se verán libres de la maldición.
Y allí estaba Andrómeda, pagando por las culpas de su madre. Los reyes, paralizados por el terror, no podían dejar de mirar a su hija encadenada a la roca.

—¿Me darán la mano de su hija si consigo matar al monstruo? —les preguntó Perseo.
No había tiempo que perder.

—¡Claro que sí! —dijeron los dos a coro, pero con pocas esperanzas, convencidos de que ese joven tan atractivo moriría un poco antes que su hija.

No sabían que Perseo contaba con las armas mágicas que los dioses le habían destinado. En breve lucha mató al monstruo y rescató a Andrómeda. Cuando volvió con la muchacha junto a sus padres, los reyes se miraron, agradecidos, pero desconcertados.

—En realidad… Andrómeda estaba prometida a otro hombre, pero…

Perseo quería volver cuanto antes cerca de su madre Dánae, y las bodas se llevaron a cabo de inmediato. De pronto, un grupo de doscientos hombres armados, dirigidos por el prometido de Andrómeda, interrumpió la fiesta.

—¡La princesa Andrómeda debe casarse conmigo! —gritó el hombre al que le habían prometido la mano de la princesa, pero que no había tenido suficiente valor para rescatarla del monstruo.

Perseo no se molestó en contestar. Cuando el pequeño ejército se le echó encima, se limitó a sacar la cabeza de Medusa, que siempre llevaba encima, y los convirtió a todos en piedra.

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