Las aventuras de Perseo
Una atroz profecía
desesperaba al rey de Argos: su propio nieto lo mataría. Había una sola manera
de escapar a ese destino: debía matar a su hija con sus propias manos. Pero el
rey amaba a su hija Dánae. La princesa era la más bella de las mujeres, más
bella que las ninfas. Solo con las diosas se podía comparar su hermosura. El
mismísimo Zeus estaba enamorado de ella.
Para tratar de
engañar al destino, el rey mandó construir una habitación subterránea, hecha de
bronce, con lujos dignos de una princesa. Allí encerró a Dánae con su nodriza,
y se ocupó de que nada les faltara. Pero la celda tenía una grieta en el techo.
Y por allí entró Zeus, convertido en lluvia de oro.
Nadie entraba en
ese cuarto secreto. Completamente solas, Dánae y su nodriza consiguieron
mantener en secreto el embarazo y el nacimiento del bebé, al que llamaron
Perseo. Hasta que un día el rey escuchó el llanto de su nieto y supo que sus
planes habían fracasado.
Es difícil
engañar al destino, pero el rey de Argos no se daba por vencido. Encerró a su
hija y a su nieto en un arca de madera, con agua y alimentos, y los echó al
mar, confiando en que las olas los llevarían tan lejos que nunca se cumplirían
los malos presagios.
Poco después, en
la lejana isla de Sérifos, un pescador encontró en la playa un arcón cerrado
que las olas habían arrojado sobre la arena. Al abrirlo, su sorpresa fue
enorme: una mujer y un niño, débiles, pero vivos y sanos, salieron del arca,
guiñando los ojos desacostumbrados a la luz del sol. Este pescador no era un
hombre cualquiera: era el hermano del tirano que gobernaba la isla, que lo
había despojado injustamente del trono.
Dánae y su hijo
vivieron con el buen pescador y su esposa. Unos años después, Perseo se había
convertido en un adolescente que se destacaba por su sorprendente coraje. La
belleza de Dánae, que era casi una niña cuando nació su hijo, aumentaba con los
años y era muy difícil de ocultar.
El tirano de la
isla se enamoró de ella y decidió librarse de ese hijo molesto que ya tenía
suficiente edad como para proteger a su madre. Para eso, cierto día, invitó a
todos los nobles de la isla a un banquete. Perseo, cuyo origen noble era
evidente en su apostura y sus modales, estaba también allí.
—¿Qué regalo les parece digno de un rey? —preguntó
el tirano a sus invitados.
—Yo le regalaría mi mejor caballo —dijo uno.
—¡Yo también! —fueron diciendo todos los demás.
Si la pregunta terminaba por convertirse en
exigencia, esa era una propuesta fácil de cumplir. Pero Perseo era
demasiado joven, nada prudente, y había bebido más de una copa de vino.
—¡Yo le regalaría la cabeza de Medusa! —gritó,
con entusiasmo.
—Muy bien —dijo el rey, satisfecho con la
respuesta—. Quiero esos regalos.
Ir en busca de la
cabeza de Medusa era una decisión suicida. Riéndose por dentro, el tirano pensó
que librarse de Perseo sería mucho más sencillo de lo que había pensado.
La horrible Medusa
Medusa era una de las tres
Gorgonas, monstruosas hijas de divinidades marinas. Vivían cerca del reino de
Hades, no lejos del jardín de las Hespérides. Las tres eran horribles y dos
eran inmortales. Solo Medusa, la más peligrosa de las Gorgonas, era mortal.
En lugar de
cabellos, la cabeza de Medusa estaba rodeada de serpientes. Tenía el cuello
cubierto de escamas de dragón, más duras que cualquier metal, capaz de resistir
el golpe de un hacha. Sus manos eran de bronce y podía volar con sus alas de
oro. Con su lengua protuberante y sus colmillos de jabalí, su cara de mujer
conservaba poco de la belleza divina de sus padres. Era temida por hombres y
dioses. Solo Poseidón se había atrevido a amarla.
Pero lo más
temible de Medusa era su mirada, esos ojos enloquecidos que echaban chispas.
Cualquier ser vivo que mirara directamente a la cara de Medusa quedaba
convertido en piedra. Los alrededores de su guarida estaban adornados por
estatuas de piedra de hombres y animales que se habían atrevido a fijar su
vista en los Ojos del Mal.
Las tres Grayas eran hermanas
de las Gorgonas. Vivían siempre en penumbra, en una región donde no era ni de
día ni de noche. En esa media luz las encontró Perseo. Las estudió desde lejos,
siguiendo los consejos de Hermes.
Las Grayas eran
tres mujeres viejísimas, arrugadas y consumidas. Entre las tres tenían un solo
ojo y un solo diente, y se los iban pasando por turno cada vez que necesitaban
usarlos. Había un solo momento en el que ninguna de las tres podía ver: cuando
una se sacaba el ojo de la frente para pasárselo a otra. En ese instante de
debilidad, Perseo se lanzó contra ellas y les quitó el ojo y el diente.
—No los devolveré hasta que
no me digan dónde viven las Ninfas del Norte. Pero cuando las Grayas le
indicaron el camino, el héroe no les devolvió enseguida
el ojo y el diente porque
sabía que, como hermanas de las Gorgonas, podían avisarles que estaba en su
busca.
Las Ninfas del Norte
lo ayudaron sin condiciones, porque sabían que ese era el deseo de los dioses.
Le entregaron tres objetos mágicos. Unas sandalias aladas, que le servirían
para llegar hasta la isla de las Gorgonas y para luchar desde el aire. Una
bolsa mágica, que le serviría para guardar la cabeza de Medusa, cuya mirada
seguiría siendo fatal, aun después de muerta. Y el casco de Hades, regalo de
los Cíclopes, capaz de volver invisible a quien lo usara.
Gracias a las
sandalias voladoras, Perseo llegó rápidamente a su destino. Las tres Gorgonas
estaban dormidas, pero Medusa se despertó y lanzó la mirada de sus ojos feroces
contra el joven héroe. Perseo no le devolvió la mirada. Luchaba guiándose por
el reflejo de la imagen de su enemiga en el escudo. Desde el aire, se lanzó
contra ella y con un solo tajo de su espada de diamante le cortó la cabeza[9]. Tomando con repugnancia esa
cabeza llena de serpientes vivas, que seguían moviéndose y silbando, la metió
sin mirarla dentro de la bolsa y huyó para no tener que enfrentarse con las
otras Gorgonas. Las hermanas de Medusa quisieron vengarse, pero no pudieron
perseguirlo porque, gracias al casco de Hades, Perseo se había vuelto
invisible.
El rescate de Andrómeda
Perseo voló por encima del
mundo. Al pasar por África, unas gotas de la sangre de Medusa cayeron en la
tierra y así brotaron las serpientes venenosas y los escorpiones que viven en
el desierto, donde toda vida debería ser imposible.
Volando sobre las
costas de Palestina, Perseo vio la bellísima estatua de una mujer, que se
destacaba en mármol blanco contra las rocas negras. Al acercarse, se dio cuenta
de que caían lágrimas de los ojos de la estatua, y sus manos, encadenadas a la
roca, se retorcían con desesperación. Era Andrómeda, una princesa injustamente
castigada por las imprudentes palabras de su madre. Perseo nunca había visto
una mujer así. Se acercó, le preguntó por qué estaba allí encadenada, y se
enamoró inmediatamente de ella.
Los padres de
Andrómeda eran los reyes de la región. Su madre se había jactado de que ella y
su hija eran más hermosas que las mismísimas Nereidas, las ninfas del mar, hijas de Poseidón. Las
Nereidas, ofendidas, se quejaron a su padre, que envió una devastadora
inundación sobre la costa y un monstruo marino que devoraba a sus habitantes.
Cuando los reyes, desesperados, consultaron al oráculo, la respuesta fue
terrible:
—Solo si
sacrifican a su hija Andrómeda al monstruo marino se verán libres de la
maldición.
Y allí estaba Andrómeda,
pagando por las culpas de su madre. Los reyes, paralizados por el terror, no
podían dejar de mirar a su hija encadenada a la roca.
—¿Me darán la
mano de su hija si consigo matar al monstruo? —les preguntó Perseo.
No había tiempo que perder.
—¡Claro que sí! —dijeron
los dos a coro, pero con pocas esperanzas, convencidos de que ese joven tan
atractivo moriría un poco antes que su hija.
No sabían que
Perseo contaba con las armas mágicas que los dioses le habían destinado. En
breve lucha mató al monstruo y rescató a Andrómeda. Cuando volvió con la
muchacha junto a sus padres, los reyes se miraron, agradecidos, pero
desconcertados.
—En realidad… Andrómeda estaba prometida a otro
hombre, pero…
Perseo quería
volver cuanto antes cerca de su madre Dánae, y las bodas se llevaron a cabo de
inmediato. De pronto, un grupo de doscientos hombres armados, dirigidos por el
prometido de Andrómeda, interrumpió la fiesta.
—¡La princesa
Andrómeda debe casarse conmigo! —gritó el hombre al que le habían prometido la mano
de la princesa, pero que no había tenido suficiente valor para rescatarla del
monstruo.
Perseo no se
molestó en contestar. Cuando el pequeño ejército se le echó encima, se limitó a
sacar la cabeza de Medusa, que siempre llevaba encima, y los convirtió a todos
en piedra.
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