Prometeo enfrenta a Zeus
Valiente y
astuto, Prometeo tenía una debilidad. Amaba a los seres humanos, que intentaban
sobrevivir, con mucho sufrimiento, sobre la superficie de la Tierra. Zeus, en
cambio, no se interesaba mucho en ellos y estaba dispuesto a destruirlos.
Muchos afirmaban que el interés de Prometeo en la humanidad se debía a que él
mismo había sido su creador.
Como no tenían
poder sobre el fuego, los mortales vivían miserablemente. En las noches
oscuras, solo podían protegerse de las fieras escondiéndose en la profundidad
de las cavernas. No podían trabajar los metales para fabricar armas o
herramientas, y tenían que contentarse con lo que lograran hacer tallando
piedras. Comían sus alimentos crudos y vivían casi como animales. Poco podía su
inteligencia sin el fuego que Zeus les negaba.
El que trabajaba
con fuego todo el día era uno de los hijos de Zeus, ese dios rengo y
malhumorado llamado Hefesto[8], que estaba casado con la más bella de todas
las diosas, la increíble Afrodita. En su fragua, en las profundidades de la
Tierra, debajo de un volcán, Hefesto fabricaba las armas de los dioses, con
ayuda de los Cíclopes.
Prometeo,
utilizando su ingenio, se acercó a la fragua de Hefesto para conversar
amablemente con el dios. Y en una distracción, consiguió robar un poco de
fuego, unas cuantas brasas encendidas que escondió en el interior de una caña
hueca. Con ese regalo asombroso, se presentó ante sus queridos hombres. Y no
solo les entregó el fuego: les enseñó a cuidar que no se apagara, a encenderlo
y a utilizarlo de todas las maneras posibles: les entregó la técnica de
construir viviendas, armas, herramientas. Desde que fueron dueños del fuego,
por primera vez los hombres se sintieron superiores a todos los demás seres que
poblaban la Tierra.
Zeus estaba
furioso. Prometeo había desobedecido sus órdenes y debía recibir un castigo
ejemplar. Con cadenas de acero, lo sujetó a una roca en el Cáucaso y envió a un
águila monstruosa a devorarle el hígado. Para que el castigo fuera terrible y
eterno, todas las noches el hígado de Prometeo volvía a crecer, y el águila se
alimentaba de él durante el día. Zeus juró por lo más sagrado que jamás
desataría a Prometeo de la roca.
¿Pasaron años,
siglos, milenios? Nadie lo sabe. Mucho, mucho tiempo después, Heracles, un
hombre hijo de Zeus, pasó por allí en su camino al Jardín de las Hespérides.
Heracles, mató a flechazos al águila que lo atormentaba y rompió sus cadenas.
Prometeo, agradecido, lo ayudó con sus consejos.
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